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La lengua como arma

Quizá no sepa usted catalán. Pero quizá haya ido usted alguna vez a Cataluña y haya tenido la impresión de que le hablaban en catalán para fastidiar, a sabiendas perfectamente de que usted ni habla ni entiende catalán.

Quizá sea usted español pero su lengua materna no sea el castellano, sino otra de las lenguas nacionales. Y quizá haya sentido usted alguna vez que España trata peor a su lengua que al español.

Quizá esté usted muy enfadado por alguna de estas dos cosas. Me gustaría decirle que, si es así, este post va a cambiar su opinión, pero la verdad es que lo dudo. A estas alturas del partido, seguramente usted se sienta muy cómodo en su enfado constante y poco tengo yo que hacer ahí. Pero sí puedo intentar hablar un poco de cuánta razón tiene si se ha sentido usted identificado con alguna de las situaciones anteriores.

Empecemos con el empeño de los catalanes por hablar en catalán. Por supuesto, usted está totalmente de acuerdo en que es natural que alguien prefiera hablar su lengua materna, que es la que ha aprendido en casa, la que usa con su familia y sus amigos y, por tanto, la lengua en la que está más cómodo. Esto es obvio. Pero usted también sabe que a la mayoría de los catalanes no les cuesta hablar en español. Lo dominan perfectamente, porque tienen la suerte de ser bilingües. ¿Por qué entonces ese emperramiento en usar el catalán con los de fuera, que no lo entendemos? Porque usted ha estado en Barcelona, ha entrado en una tienda, ha dicho algo en español y le han contestado en catalán. ¿Necesitamos más prueba que esa de mala fe lingüística?

Pues lo cierto es que sí. Resulta que las posibilidades comunicativas de los hablantes plurilingües son mayores que las de los monolingües. Un ejemplo es el code-switching (cambio de código), ¿recuerdan el espanglish? En EE.UU. es habitual que los latinos cambien entre español e inglés en la misma conversación o incluso en la misma frase, simplemente porque… pueden. Es divertido, es cómodo y funciona: son todo ventajas. Esta posibilidad se relaciona con otra: la de que un interlocutor hable en una lengua y el otro en la otra, sin que ninguno cambie de código. Esto es común en Suiza, por ejemplo, donde muchos inmigrantes no hablan, pero sí entienden, el suizo-alemán y hablan, en cambio, alemán estándar: es perfectamente habitual escuchar una conversación mitad en suizo-alemán, mitad en alemán estándar. ¿Significa esto que los suizos no quieran hablar alemán estándar? Por un lado, sí: puesto que no es su lengua materna, están más cómodos con el alemán suizo. Por otro lado, no, pues no tienen ningún problema en cambiar al alemán estándar cuando descubren que el interlocutor no entiende el suizo-alemán. Lo que ocurre es que ese descubrimiento no se produce por arte de magia, porque para los suizos estas conversaciones en dos lenguas son totalmente normales. La situación de la Suiza germanófona es comparable en este sentido a la de Cataluña, donde una conversaciones en las dos lenguas puede ser perfectamente natural. No lo es para el monolingüe que llega de visita, que puede por eso malinterpretar la situación. Pero el malentendido se soluciona tan fácilmente como decir “Sorry, aber ich spreche kein Schweizerdeutsch” o “Perdona, pero es que no sé catalán”. Los catalanes no le están hablando en catalán para ponerle trabas ni porque le desprecian profundamente. Le están hablando en catalán porque es lo que es más natural para ellos. Diga las palabras mágicas y póngase a charrar.

Vamos ahora con la sistemática opresión que realiza el Estado Español (¿esto se escribe con mayúsculas?*) sobre todas las lenguas que no sean la del imperio. Porque, a ver, ¿a santo de qué el español tiene un papel prominente en la constitución española? ¿Es mejor el español que las otras lenguas españolas? ¿No podríamos tener una situación como la belga o la suiza, que son países multilingües básicamente porque unen regiones monolingües? ¿No será que hay mucho imperialismo español? Veamos. Cuando se promulga la constitución española, en 1978, la realidad es que solo una minoría de los españoles son monolingües en una lengua que no sea el español. ¡Claro! ¡Porque Franco! La política lingüística franquista empeoró, indudablemente, la situación de las lenguas minoritarias de España, pero la expansión del castellano es mucho anterior y va de la mano de la expansión del Reino de Castilla. Desde la perspectiva moderna, esta expansión nos puede parecer injusta, imperialista o destructiva, pero lo cierto es que es un hecho y es nuestro punto de partida. Y la CE del 78, recién salida España de una política lingüística intransigente y dictatorial, sienta las bases para una política lingüística significativamente más progresista que las de los países vecinos, algunos de ellos hitos históricos de la democracia, como Francia. Y los resultados están a la vista. Los esfuerzos de revitalización lingüística en España son mucho más exitosos que los de Francia (que casi ni lo intenta, para qué nos vamos a engañar), como resulta evidente de la comparación entre la situación del catalán y el vasco a ambos lados de la frontera. La encuesta sociolingüística vasca del 2013, por ejemplo, muestra que, mientras el dominio y uso del euskera crece en las zonas vascófonas de España, sigue descendiendo en Francia. Y lo mismito se desprende de este informe de la situación del catalán en Francia del Institut de Sociolingüística Catalana. Francia no es el único ejemplo que deja a España en buen lugar: la situación del catalán en Italia (en el Alguer, en Cerdeña) es muy precaria y la política lingüística italiana está mucho más retrasada que la española, a pesar de que nos saquen algunos años de ventaja democrática. Y ya hablamos una vez de que la política lingüística suiza no es especialmente protectora con sus lenguas históricas.

¿Es España un país especialmente imperialista en cuanto a sus políticas lingüísticas? En absoluto, más bien al contrario. Para lo joven que es nuestra democracia, yo creo que podemos estar orgullosos. ¿Es el bilingüismo una forma de opresión? ¿No es una injusticia que se pueda vivir siendo monolingüe en castellano, pero no siendo monolingüe en catalán? No sé si es una injusticia, la verdad, pues aquí ese es un concepto algo subjetivo (que implica que ser monolingüe es mejor que ser multilingüe, para empezar). El hecho es que la grandísima mayoría de los seres humanos son multilingües, puesto que la grandísima mayoría de las lenguas habladas en el mundo son lenguas pequeñas, habladas por comunidades pequeñas. No tiene nada de malo y lo que deben hacer los estados modernos es tener políticas lingüísticas respetuosas. ¿Son las políticas lingüísticas españolas perfectas? Por supuesto que no. Igual que no hay democracia perfecta, no hay política lingüística perfecta (entre otras cosas, porque nunca llueve a gusto de todos). En España, igual que en todos sitios, hay margen de mejora.

Permítanme que dude, sin embargo, que vayamos a mejorar algo utilizando constantemente nuestras lenguas como armas políticas, mintiendo sobre ellas y alimentando todo tipo de leyendas negras. Pero, claro, se está muy a gusto enfadado. Si yo lo entiendo, que a los enfadados los miman más.

*No, no se escribe con mayúsculas. Se escribe «Estado español», ¡gracias, Mariuski!

Yo también quiero escribir sobre lo de «iros»

«¿Para qué sirve la norma?», «¿Qué criterios sigue la RAE para tomar estas decisiones que nos parten el corazón?» se preguntan angustiados muchos españoles tras las terribles declaraciones de Pérez Reverte. Como sabrán, salvo que vivan en Babia, el académico más dicharachero informó con un tuit de que la RAE ha decidido dejar de considerar la forma iros como un imperativo incorrecto del verbo ir. La forma idos, que usaban cuatros gatos muy esforzados, tendrá compañía en el estante en el que se guardan los imperativos que tienen el beneplácito de la RAE. (A idos le gusta esto.)

No voy a volver a hablar del cambio lingüístico, del uso, de que la lengua la hacen los hablantes, del papel de la RAE. Lo he hecho ya mil veces. Y, sobre este caso, lo han hecho ya muchos otros, mejor que yo: aquí, aquí, aquí, aquí… Voy a hablar, simple y llanamente, de esas dos preguntas con las que abro.

¿Para qué sirve la norma? Esta es la típica pregunta que, si fuera yo de enrollarme (se escuchan risas nerviosas), me llevaría 25 días de explicación, quizá solo de introducción. Pero voy a intentar ser breve. Normas lingüísticas hay muchas. Dentro de una comunidad lingüística existen muchos grupos que se guían por normas distintas: los mexicanos hablan diferente que los argentinos, las clases altas hablan distinto que las bajas, los jóvenes no hablan como los viejos… Además, las normas no son las mismas en todas las situaciones: con nuestros amigos hablamos diferente que con nuestros profesores, en la consulta del médico no hablamos como en el supermercado. Un hablante, por lo tanto, es capaz de manejar varias normas y todas estarán determinadas por el grupo social al que pertenece. Este concepto de norma se refiere a «lo que es normal, lo que es habitual» y es el concepto coseriano de norma. Todas las lenguas tienen estas normas y todas tienen varias y los hablantes conocerán una cantidad mayor o menor de ellas dependiendo de su contexto (social, geográfico, individual…). Estas normas sirven para identificar a miembros de distintos grupos, por ejemplo. Y se paga un precio social alto por no seguirlas, por cierto, como ha estudiado bien la sociolingüística.

Pero también está La Norma, así, que nos suena con mayúsculas, porque es esa que (creemos que) está por encima de todas las demás y que, para el español, emana de las distintas academias (aunque sobre todo de la RAE). Esta norma es distinta a la norma en sentido coseriano: no surge solita de las prácticas lingüísticas de los hablantes, sino que existen una o más instituciones que la regulan. Esta norma tiene una utilidad muy concreta: pretende ser la norma que regula el uso culto. Es decir, pretende fijar las (o, mejor dicho, algunas) convenciones lingüísticas que deben usarse en determinados contextos elevados, especialmente aunque no exclusivamente, en la escritura. Esa es la función de La Norma. Puesto que está aceptado socialmente que es la que debe usarse en dichos registros, que además son los necesarios para subir en la escala social, esta norma debe enseñarse en el colegio, para que todos tengamos acceso a ella y a los beneficios sociales que comporta el conocerla. Por qué no se enseña además de dónde sale esta norma y que existen otras y que es normal y todo eso que ya les he contado mil veces se me escapa, pero bueno.

A la otra pregunta. ¿Qué criterios informan La Norma? La Norma se ve informada por varias de las normas, en minúsculas. Concretamente las usadas por los hablantes considerados cultos. Tradicionalmente, desde la primera obra académicael Diccionario de Autoridades—, estos hablantes cultos han sido fundamentalmente los escritores. Esto significa varias cosas. Como los hablantes cultos pueden seguir distintas normas (por ser de distintas zonas, por ejemplo) y las instituciones reguladoras llevan un ritmo que no se corresponde con la evolución natural de la lengua, La Norma es una amalgama de convenciones lingüísticas de distintas variedades y, por tanto, no es una variedad lingüística natural, sino artificial: nadie habla español estándar como lengua materna. NADIE. El esperanto tiene más hablantes nativos que el español estándar. Flipa.

Por otro lado, esto significa que La Norma también cambia. La Norma cambia porque lo hacen las normas, que son las que la informan. La Norma cambia más despacio en un sentido y más rápido en otro: más despacio porque lleva retraso respecto a los avances de las normas y más deprisa porque cambia abruptamente. Lo que un día no era normativo lo es al día siguiente. Así estamos todos de estresados. Ojo: la Norma no cambia solo ahora en el siglo XXI porque de repente en la RAE son unos modernos que hasta aceptan mujeres, dónde se ha visto esto. La Norma ha cambiado desde siempre. Por el amor de Dios, si la RAE a finales del XVIII era leísta extrema (como eran muchos escritores de la corte, castellanos o no) y decía estas cosas:

RAE leísta
(RAE, Gramática de la lengua castellana, 4ª ed., 1796)

La RAE, por lo tanto, toma sus decisiones consultando los usos de los hablantes cultos (aunque se haya atrevido a enmendarle la plana a Cervantes), para lo cual tiene una amplia base de datos compuesta de de textos (sobre todo literarios y periodísticos). Si estos usos cambian, la norma también puede llegar a cambiar. Digo «puede llegar» porque, que yo sepa, la RAE no tiene un protocolo que regule qué cosas deben comprobarse y cada cuánto tiempo y, sobre todo, porque las decisiones finales dependen de votaciones en plenos con gente tan cualificada como nuestro querido Arturito alias El Último Macho Ibérico. Pero el que la RAE se base en estos datos es lo que explica que hayan decidido dar el visto bueno al imperativo iros, pero no a marcharos o traeros, por ejemplo: el primero es mucho más frecuente en los textos. Esto ya lo dice la RAE aquí y lo he comprobado yo en un pequeño corpus de tuits también, que muestra que no solo las «autoridades» hacen esa diferencia, sino que se cumple para todos los hablantes.

En el siguiente gráfico se ven las frecuencias absolutas entre las formas estándar de los imperativos de ir (idos), de algunos verbos de la primera conjugación (callaos, compraos, imaginaos, miraos, amaos, dejaos, marchaos, daos) y de algunos de la segunda (traeos, leeos, poneo, comeos) frente las formas no estándar respectivas (iros, callaros, compraros, imaginanos, miraros, amaros, dejaros, marcharos, daros, traeros, leeros, poneros, comeros). Son las formas extraídas de buscar en un corpus de 4 096 033 tuits y no incluyen las formas de los verbos de la tercera conjugación por un problema técnico (con las tildes…, dramático). El gráfico muestra con cierta claridad que, mientras que la forma estándar de ir apenas es utilizada por ningún usuario, las formas normativas de los otros verbos son mucho más frecuentes en comparación (nótese que estos son datos de escritura, esperamos mayor incidencia de las formas no normativas en el habla espontánea). Como bonus, se adivina una diferencia interesante entre la primera y la segunda conjugación que tendremos que investigar con más datos.

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Ya me callo, pero antes quiero hacer una breve mención a la excepción dentro de este procedimiento académico: La Norma ortográfica. La ortografía no es lengua en el sentido que lo es la fonética, la morfología o la sintaxis: no es producto de la actividad natural de los hablantes (aunque los hablantes sí pueden crear y, de hecho crean, normas ortográficas propias). La ortografía es siempre artificial y por eso su codificación no responde a criterios de uso, por más que le pese a algún columnista. Las academias tratan de buscar un sistema óptimo que concilie dos tendencias: por un lado, seguir unas reglas transparentes para los hablantes y, por lo tanto, sencillas de cumplir y entender y, por otro, respetar la tradición etimológica (eso explica las haches mudas, las bes y las uves, o, bueno, algunas bes y algunas uves, que en algunos casos se liaron). El uso no guía la norma ortográfica. Si debería hacerlo o no es opinable, como todo, pero esto es lo que hay.

P.D.: Las mayúsculas usadas en esta entrada para La Norma no son normativas. ¿Cómo os quedáis? To locos, lo sé.

Siempre en medio

Hagamos una prueba. Llega la hora de acostarse y se va usted tan feliz a su cama, deseoso por fin de abrir un libro. Desdobla la página por la que iba y se pone a ello. Y llega al siguiente párrafo:

 Al llegar a este punto arrimó el taburete al fuego, se sentó en él y tomó posesión de la cocina. Al principio, la chica le extrañaba. Decía desabridamente: “Venga, ahueque”. O, si acaso: “Usted siempre en medio como los miércoles”

 Tras leer esto:

 a)     Pega usted un sobresalto.

b)    Sigue usted leyendo tan tranquilo.

 Si ha elegido usted la a), es una persona normal, como certifica la siguiente encuesta (realizada siguiendo todos los cánones científicos), que avala que el 70 % de la población considera que lo que está en medio es el jueves y no el miércoles. Es decir, sabe usted contar.

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Seguramente está usted ahora muy preocupado por ese 21 % de la población con evidentes problemas para averiguar cual es la mitad de 7. ¿Cómo se queda, por cierto, si le digo que el autor del libro que estaba usted leyendo era Miguel Delibes? Sí, amigo, Delibes, en La hoja roja. No sé usted, pero yo a Miguel Delibes (no así a mis congéneres tuiteros) le concedo el beneficio de la duda y le tengo que buscar una explicación convincente a este despropósito más allá de una ignorancia matemática galopante.

Lo cierto es, de hecho, que hubo una época en la que el miércoles estaba el medio. Aunque quizá “una época” no es el término adecuado: la semana litúrgica comienza en domingo y acaba en sábado (quizá alguna vez hayan metido la pata consultando una fecha en uno de esos calendarios que ponen el domingo lo primero). Ya les hablé una vez de la etimología de los días de la semana, que en general vienen de los nombres de cuerpos celestes (lunes – Luna, martes – Marte…, creo que se ve). Esto era una cosa de una paganidad muy grande, claro está, pues estos vienen a ser nombres de deidades romanas. Así que la Iglesia propuso en un momento dado (de la Antigüedad tardía, según la Wikipedia) cambiar estos nombres y simplemente numerar los días de la semana siguiendo la semana litúrgica, es decir, de domingo a sábado. La verdad es que le hicieron tirando a poco caso y solo el gallego-portugués conserva ese sistema entre las lenguas romances: en portugués el lunes es segunda-feira; el martes, terça-feira; el miércoles, quarta-feira; el jueves, quinta-feira, y el viernes…, sexta-feira, exacto. El alemán conserva un resto de este sistema al llamar al miércoles mittwoch (‘media semana’) y el islandés hace una mezcla entre días dedicados a cuerpos celestes (domingo: sunnudagur ‘día del sol’, lunes: mánudagur ‘día de la luna’), a actividades rutinarias (viernes: föstdagur ‘día de ayuno’, sábado: laugardagur ‘día de lavar’, ¡cuánta sabiduría!) y el sistema eclesiástico numerado (martes: þriðjudagur ‘tercer día’, miércoles: miðvikudagur ‘media semana’, jueves, fimmtudagur ‘quinto día’). Es más, aunque en gallego ahora conviven los dos sistemas, en este vídeo tan interesante (cortesía de Xurxo Diz) se ve que hasta principios del siglo pasado resistían uno o dos sistemas mixtos (que estaban por ahí desde la Edad Media), en los que alternaban los nombres paganos con el sistema numerado, del que se mantenían corta-feira (y variantes fonéticas), quinta-feira y sexta-feira, para miércoles, jueves y viernes respectivamente. Y otro pequeño resto que queda en asturiano, como me sopla Sara de Albornoz, es el uso de «sestaferia» para referirse al trabajo comunal, que solía hacerse los viernes.

La verdad es que no he encontrado ninguna prueba documental de nuestro dicho estar más en medio que X, así que no puedo mostraros que ambas formas alternaban y no puedo defender a ciencia cierta que Delibes usara una versión de la expresión que se ha quedado anticuada al dejar de concebir el domingo como el primer día de la semana. Lo que sí puedo atestiguar es que los diccionarios —académicos y no académicos— definen miércoles como el cuarto día de la semana hasta ¡1992!, donde mencionan por vez primera que es el tercero de la semana civil. La única excepción es el diccionario de Terreros, que ya en 1787 indica que es el “tercer día de labor de la semana”. A mí esto me vale para defender a Delibes.

Aaaaaaunque, lo cierto es que aquellos que se atrevieron a defender su pobreza de juicio al elegir miércoles en la encuesta no lo hicieron acudiendo al concepto de semana litúrgica, sino que están simplemente convencidos de que la lógica de la expresión viene de que “el fin de semana no se cuenta”. Qué quieren, los milenials somos así. Esto de otorgar una nueva lógica a algo que no se entiende (dando por hecho que el origen de estar en medio como el miércoles sea efectivamente la numeración litúrgica) se conoce técnicamente como reanálisis y es una cosa muy común, que explica formas como el amoto por la moto: en español hay tan poquitas palabras femeninas que acaban en –o que no hay nada más natural que, al oír Voy a subirme a la moto, entender Voy a subirme al amoto. O esta anécdota en inglés de Lard_Baron, que es una de las mejores historias del internet entero:

France is Bacon

Fuente: aquí

 

Traducción (con sus carencias):

Cuando era pequeño, mi padre me dijo “Knowledge is power, Francis Bacon” (‘El conocimiento es poder, Francis Bacon’).

Yo lo entendí como “Knowledge is power, France is bacon” (‘El conocimiento es poder, Francia es beicon’).

Durante más de una década me pregunté el significado de la segunda parte y cuál era la conexión surrealista entre ambas. Si le decía la cita a alguien, “Knowledge is power, France is bacon”, asentían al reconocerla. O alguien decía “Knowledge is power” y yo acababa la frase con “France is bacon” y no me miraban como si hubiera dicho algo muy raro, sino que mostraban pensativos su acuerdo. Le pregunté a un(a) profesor(a) qué significaba “Knowledge is power, France is bacon” y me llevé una explicación de diez minutos enteros sobre la parte de “Knowledge is power”, pero nada sobre “France is bacon”. Cuando pedí más explicaciones al preguntar “France is bacon?”, solo me llevé un “Sí”. Con doce años había perdido la confianza para seguir investigando. Simplemente lo acepté como algo que jamás entendería.

No vi la luz hasta años después, cuando lo vi por escrito.

*Actualización (10 de abril de 2017): A partir de esta historia, un montonazo de usuarios compartieron desternillantes casos de reanálisis morfológico en Twitter. Los he recopilado aquí y os puedo garantizar unas cuantas carcajadas: https://twitter.com/i/moments/850614204872744964*

Lingüística para juristas

Hace un mes, el repugnantísimo colectivo Hazte oír consideró aceptable sacar a las calles un autobús promocionando un mensaje igual de repugnante en contra de la transexualidad. El Ayuntamiento de Madrid estudió (no sé si lo hizo o no) si estos actos podían constituir un delito de odio. A raíz de eso y juntándolo con otra idea que me rondaba la cabeza desde hacía meses, con los numerosos juicios por contenido diseminado a través de Twitter, escribí esta entrada, que se quedó metida en un cuaderno hasta hace dos días, cuando la arranqué del cuaderno y la metí en el bolso, para dejar de olvidar postearla. (Sí, a veces escribo en papel. Sí, esta historia demuestra que es un atraso. Sí, seguiré llevando cuadernos en el bolso.) Ayer condenaron a una tuitera por hacer chistes sobre Carrero Blanco. Los delitos relacionados con la libertad de expresión están de actualidad, parece obvio. No pretendo opinar sobre el fondo legal de ninguno de estos temas. La libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales que puede chocar con los de los demás y cuya regulación es especialmente complicada. No me voy a referir a ningún juicio por “tuits” en concreto, ni estaba pensando en ninguno en concreto cuando escribí esta entrada. Sí me voy a referir en concreto al caso del autobús y no voy a dejar de decir lo asqueroso que me parece. Pero, en cualquier caso, son dos ejemplos que me van a servir para hablar de lo mío, que es la lingüística. Y hay nociones de lingüística que son relevantes en estos ejemplos.

Hablemos primero de los delitos “por escribir un tuit”. Desde 2015, el Código Penal español considera agravante de algunos delitos que restringen la libertad de expresión cuando “cometan mediante la difusión de servicios o contenidos accesibles al público a través de medios de comunicación, internet, o por medio de servicios de comunicaciones electrónicas o mediante el uso de tecnologías de la información”. La justificación de esto, entiendo, tendrá que ver con el hecho de que “las nuevas tecnologías” permiten una difusión mayor y más rápida de los contenidos que las “antiguas”. Es decir, puesto que los límites a la libertad de expresión limitan las expresiones públicas (enaltecer el terrorismo en la cocina de tu casa más solo que la una no es delito, aunque sea igual de lamentable que hacerlo en público), el grado de “publicidad” parece ser relevante.

Así, resulta interesante mencionar algo que han observado numerosos lingüistas, como es el hecho de que en las redes sociales la comunicación no acaba de ser ni totalmente pública ni totalmente privada. Si bien puede ser pública stricto sensu (si es accesible por todo el mundo), muchas veces esta no es la intención del que escribe, que tiene cierta sensación de intimidad, incluso en redes sociales esencialmente abiertas como Twitter. Esta sensación tiene un nombre técnico, extemidad, y es lo que explica que la gente exhiba sin tapujos las fotos de sus vacaciones, sus gatos, sus pies…, o que explique sin censura los pormenores más privados de sus rutinas. Lo habitual en estas redes sociales es que uno interaccione con un número de personas mucho más reducido que el de aquellos que efectivamente ven ese contenido, lo que ayuda a difuminar la sensación de que son manifestaciones muy públicas. Además, en las redes sociales se establecen relaciones con personas que no pertenecen a los círculos “no virtuales” de uno, por lo que son numerosos los momentos de la vida en que uno puede olvidarse de haber escrito algo o subido una foto, algo que otra vez difiere de otros actos públicos. Me costó comprender el concepto de dolo en esos cinco años en que de vez en cuando estudiaba derecho, pero juraría que esto tiene algo que ver. Y que, por ello mismo, debería tenerse en cuenta a la hora de añadir y aplicar agravantes alegremente.

Pasemos ahora al asunto del asqueroso, vomitivo y repugnante autobús. Pasear un autobús con propaganda por las calles de una ciudad es un acto de comunicación evidentemente pública, por lo que aquí no hay mucho que añadir. Sin embargo, leí a varios tuiteros que creían que, por muy desagradables que fueran las intenciones de los miserables de Hazte Oír, es imposible que este acto sea constitutivo de delito, porque el mensaje en sí no dice nada ilegal. No voy a transcribir el mensaje, porque, y quizá no lo he dejado suficientemente claro, me da mucho asco. La preocupación de estos tuiteros es que el eslogan del autobús no contiene un llamamiento explícito a la transfobia, sino que presenta como hechos algo que simplemente no es cierto. Y ser un ignorante no es delito.

Sin embargo, no es cierto que el mensaje en sí no codifique estos significados. Atribuir a un mensaje solamente el significado de la suma de sus palabras es un error de primero de Lingüística, que no tiene en cuenta el mecanismo por el que más significado codificamos: la pragmática. La pragmática es la disciplina que se ocupa del significado de las palabras y oraciones en su uso concreto, en contexto. La unidad básica de la pragmática, de hecho, es el enunciado, que puede ser más simple (¡María!) o más complejo que la oración (Por favor, está usted en medio). En el discurso, cuando hablamos o escribimos, nos valemos continuamente de inferencias para decir más de lo que la literalidad del mensaje sugiere.

En Por favor, está usted en medio, la literalidad del mensaje (informar a alguien de su ubicación precisa) es entre poco relevante y una idiotez. Por eso, este enunciado no es una declaración de información, sino una petición: la de apartarse y dejar de molestarme de una vez, so pesao, ocupar esa ubicación. La máxima de relevancia nos obliga a buscar más allá de la literalidad cuando la información explícita es irrelevante. Codificar significado por medio de inferencias es un mecanismo lingüístico empleado todo el tiempo por todos los hablantes, bien estudiado y que no se puede negar ante un juez. Lo deben saber los jueces, lo deben saber los abogados, lo deben saber los fiscales y, todavía más importante, lo deben saber los tuiteros. El mensaje del autobús explota la máxima de relevancia para negarle, a propósito y sin posibilidad de negarlo ante un tribunal, la existencia al colectivo trans. A un colectivo con un altísimo riesgo de suicidio. Hay que ser malnacido. Y, por cierto, si bien la inferencia de negar la existencia al colectivo trans está en el eslogan del autobús, viene reforzada por ser este una respuesta a una campaña cuyo mensaje sí merece la pena reproducir:

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Pampanitos verdes, hojas de limón

El Auto de los Reyes Magos, bautizada así por Menéndez Pidal —y no sin polémica—, es la primera obra teatral en castellano. A mí, fanática de la figura de sus majestades de Oriente, esto me parece un enorme aliciente para interesarme por la literatura medieval, interés potencial que fue cuidadosamente apagado por la decisión de algún profesor de hacerme leer los Milagros de Nuestra Señora con unos ¿14? años. Porque vaya tomazo, Gonzalito[1]. Vaya tomazo.

El Auto es, además, un texto lleno de misterio. Solo se conserva una copia, en un códice conservado en la catedral de Toledo, por lo que suponemos (suponen) que es en esta donde se representó. Está copiado en el espacio que sobraba en el envés de uno de los folios del códice y en el haz del siguiente. Por supuesto, está escrito todo seguido: es decir, no está ordenado en versos ni, mucho menos, en parlamentos de los distintos reyes: también fue Menéndez Pidal quien atribuyó a cada rey su parte.

El códice es del s. xii y el Auto se considera de finales de este siglo o de principios del xiii. No conocemos autor y la propia pregunta de cuál es el original es problemática, puesto que, al tratarse de una representación, este podría no ser un único texto escrito. La cuestión de original y copia es fundamental para la historia de la lengua, puesto que una copia siempre puede presentar errores de transmisión (¿quién no se ha liado copiando apuntes?) o variantes de lengua (¿quién no ha corregido alguna faltilla de ortografía o cambiado un poco el estilo copiando apuntes?). Una copia puede incluso estar escrita en un dialecto distinto del original, como es el caso del Libro de Alexandre, del cual tenemos un manuscrito claramente aragonés y otro claramente leonés. La pregunta está servida: ¿qué narices hablaría el autor?

El Auto ha planteado un problema parecido, a vuelta, para más inri, de unas rimas. La gran mayoría del Auto está escrito en pareados con rima consonante, como estos:

5 Nacido es el Criador,

6 que es de las gentes señor.

7 No es verdad; non sé qué digo.

8 Todo esto non vale uno figo.

 Sin embargo, existen cuatro pareados en los que la rima, más que consonante, es… curiosa. Que riman regular, vamos. Por ello, se han considerado variantes de lengua achacables al copista, con la suposición de que en la lengua del autor sí debían rimar. Son estas de aquí:

 15 Nacido es Dios, por ver, de fembra

16 en aquest mes de december.

38 bien lo veo sines escarno

39 que uno omne es nacido de carne,

40 que es señor de todo el mundo,

41 así cuemo el cielo es redondo;

117 Venga mió mayordo

118 que mios averes toma.

Hay dos cosas aquí que parecen muy claramente errores textuales y no tienen que ver con la rima: por un lado, ese december del verso 16 debe ser decembre, mientras que falta algo al final del verso 117: teniendo en cuenta las formas documentadas hasta ese momento solo podríamos reconstruir mayordome, pero eso tampoco rima con toma.

Entre los expertos hay dos posturas principales entre las que tratan de explicar estas rimas anómalas postulando un autor no castellano. La más conocida es la de Rafael Lapesa, que consideró que estas anomalías encajaban con un autor de origen catalán, gascón u occitano (franco, vamos). Lapesa dice que las rimas fembra:decembre y mayordome:toma se justifican si en la lengua del autor las vocales finales –a y –e suenan igual, como también la rima escarno:carne es perfecta si en la lengua del autor estas formas presentan apócope de la vocal final: escarn:carn riman perfectamente. La última, la rima de mundo:redondo se explicaría por la forma mon del catalán u occitano, con la que las vocales de estas dos palabras sí son las mismas.

Josep Maria Solà-Solé, sin embargo, propuso que el autor debía ser mozárabe. Para justificar esta teoría no recurre solo a las rimas, sino a grafías encontradas en el Auto como timpo, quin, facinda, quiro, pusto o morto por tiempo, quien, facienda, quiero, puesto o muerto. Si bien la mayor parte de los autores están de acuerdo en que estas grafías reflejan en realidad los diptongos romances (como ocurre en muchos otros textos: hay que tener en cuenta que estos diptongos no existían en latín, por lo que no era fácil representarlos), para Solà-Solé son un indicio de que el autor tenía un sistema de tres vocales, a causa, claro está, de la influencia del árabe. Rimas como decembre:fembra, mundo:redondo o mayordome:toma serían así aceptables en este sistema de tres vocales, pues estas tres tendrían un mayor “margen de dispersión” y permitirían la rima de estos sonidos, que a un castellano le sonaban distintos.

La rima puede ser un instrumento poderoso para entender mejor estadios pasados de la lengua: por ejemplo, gracias a ella podemos estar seguros de que algunos posesivos medievales podían ser tanto bisílabos (mío, mía) como monosílabos (mió, miá). Esto podrá parecer una tontería, pero la existencia de las dos formas es crucial para una de las teorías más recientes sobre la evolución de estas partículas desde el latín hasta la actualidad.

En el caso del Auto de los Reyes Magos, sin embargo, es probable que la mejor solución sea la prudencia. Así lo aconseja, más recientemente, Pedro Sánchez Prieto, que hace un buen repaso tanto de la rima del Auto como de la métrica latina y romance medieval, llegando a la conclusión de que estas rimas no son tan anómalas como parecen: ni todas las rimas del Auto son consonantes, ni las “casi rimas” de estos cuatro pareados son tan sorprendentes dentro del concepto de rima medieval. No en vano comienza el Auto con Gaspar exclamando, sí, pero rimando solo flojito:

¡Dios criador, cuál maravilla!

No sé cuál es aquella estrella.

Sea como fuere, el Auto de los Reyes Magos está lleno de misterios que quizá nunca lleguen a ser resueltos. No vendría mal un poquito de magia, como la que sus Majestades van a hacer esta noche. Y, para entrar en materia, ¿qué mejor manera que leer el Auto? Lo tienen aquí, a partir de la página 62. ¡Feliz noche de reyes!

 

[1] Berceo.

Efemérides

Hace exactamente un año defendí mi tesis doctoral, un tremendo tomazo titulado «Las construcciones con se desde una perspectiva variacionista y dialectal».

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El tomazo

Después de 6 años de trabajo de campo, transcripciones, lecturas, agobios y encierros para escribir, no voy a mentiros: la defensa fue un momentazo. No solo porque por fin se acababa y porque por fin disfrutaba del colofón de tanto trabajo (sí, efectivamente, hablar 3 horas y media sin parar de mi investigación, mi tesis, mi trabajo, mis hipótesis, yo, yo, yo, qué pasa, el doctorado es muy duro), sino, sobre todo, porque no pude estar mejor rodeada. Mis directores, el tribunal, antiguos profesores, compañeros, amigos y mi familia prácticamente al completo aguantaron como unos jabatos el equivalente a una película de El señor de los anillos en la que el anillo único es un verbo reflexivo tipo pagarse unas cañas y nunca podré llegar a explicar bien la ilusión que me hizo (y me sigue haciendo).

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Al empezar no era de noche…
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Aquí a lo mejor ya sí. A lo mejor

Pensando en todos aquellos asistentes cuyas nociones de lingüística venían mayoritariamente de este blog (y porque me tienen mucho cariño), hice una versión de las diapositivas que usé en la defensa para no filólogos. Mi plan era ponerlas en el blog poco después de la defensa, pero —ya me vais conociendo— el plan tuvo que cambiar a ponerlas justo un año después, que evidentemente mola mucho más y no tiene nada que ver con ser yo una vaga desorganizada. Así que… aquí van.

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Resumen del tomazo en 32 diapositivas, aquí.

De posdata, mucho ánimo para aquellos que estáis ahora mismo en medio de la tesis. Al final se acaba y el disfrute es máximo. Palabrita de doctora aún exultante.

 

Trump y el cambio lingüístico

«El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacía “el mejor de los mundos”. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas, y esa fe en el “progreso” ininterrumpido e imparable tenía para aquel siglo la fuerza de una verdadera religión; la gente había llegado a creer más en dicho “progreso” que en la Biblia, y su evangelio parecía irrefutablemente probado por los nuevos milagros que diariamente ofrecían la ciencia y la técnica. En efecto, hacia finales de aquel siglo pacífico, el progreso general se fue haciendo cada vez más visible, rápido y variado. De noche, en vez de luces mortecinas, alumbraban las calles lámparas eléctricas, las tiendas de las capitales llevaban su nuevo brillo seductor hasta los suburbios, uno podía hablar a distancia con quien quisiera gracias al teléfono, el hombre podía recorrer grandes trechos a nuevas velocidades en coches sin caballos y volaba por los aires, realizando así el sueño de Ícaro. El confort salió de las casas señoriales para entrar en las burguesas, ya no hacía falta ir a buscar agua a las fuentes o los pozos, ni encender fuego en los hogares a duras penas; la higiene se extendía, la suciedad desaparecía. Las personas se hicieron más bellas, más fuertes, más sanas, desde que el deporte aceró sus cuerpos; poco a poco, por las calles se fueron viendo menos lisiados, enfermos de bocio y mutilados, y todos esos milagros eran obra de la ciencia, el arcángel del progreso. También hubo avances en el ámbito social; año tras año, el individuo fue obteniendo nuevos derechos, la justicia procedía con más moderación y humanidad e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, dejó de parecer insuperable. Se otorgó el derecho de voto a círculos cada vez más amplios y, con él, la posibilidad de defender legalmente sus intereses; sociólogos y catedráticos rivalizaban en el afán de hacer más sana e incluso más feliz la vida del proletariado ¿Es de extrañar, pues, que aquel siglo se deleitara con sus propias conquistas y considerara cada década terminada como un mero peldaño hacia otra mejor? Se creía tan poco en recaídas en la barbarie por ejemplo, guerras entre los pueblos de Europa como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban plenamente imbuidos de la confianza en la fuerza infaliblemente aglutinadora de la tolerancia y la conciliación. Creían honradamente que las fronteras de las divergencias entre naciones y confesiones se fusionarían poco a poco en un humanismo común y que así la humanidad lograría la paz y la seguridad, esos bienes supremos».

     (Stefan Zweig, El mundo de ayer)

A mí estudiar historia de la lengua, sociolingüística y dialectología me hizo más tolerante —otra de las cosas que tengo que agradecerle a mi directora de tesis y varios de mis profesores de la carrera—.

Me enseñó que eso de corregir a los demás por cómo hablaban, cualidad muy fomentada en la escuela, estaba feo y no tenía razón de ser, como he intentado mostrar muchas veces en el blog. Que a los que por primera vez equivocaron las consonantes de murciégalo y dijeron murciélago el tiempo les dio la razón y que ni una ni otra forma tiene ningún rasgo que la haga objetivamente mejor que la otra.

Me enseñó que la lengua se mueve y se mueve a su ritmo, imparable, y que el activismo contra este movimiento tiene poco futuro: lo mejor es dejarla hacer y disfrutar como mero observador mientras los pronombres pierden el caso y la –d– sigue tirando de los procesos de lenición que empezaron el latín vulgar cada vez que María se come un helao, porque la encanta.

Me enseñó que este movimiento lento no es exclusivo del cambio lingüístico, sino también del social, y que igual que a la F- latina de FARĪNA le llevo siglos que todos los castellanohablantes la aspiraran primero y la perdieran después (en esto todavía sigue, de hecho), las ideas y actitudes nuevas necesitan mucho tiempo para convertirse en auténticas “verdades sociales”. Por eso no soprende que queden machistas o racistas en sociedades que hace tiempo desecharon estas ideas: llegar a todos es un proceso largo.

Me enseñó que las novedades pueden arrastrar durante temporadas larguísimas sus antiguas costumbres, lo que explica que haber, que en latín tenía sujeto y objeto directo, lleve siglos empeñado en no concordar con el único argumento que le queda ahora —su antiguo objeto directo—, aunque poco a poco vaya entrando en razón y ya sea tan normal para muchos hablantes decir habían coches como para otros lo es decir que los había.

Me enseñó que los cambios lingüísticos no se pueden predecir, porque sus causas, aunque son necesarias, nunca son suficientes. Así, aunque todas las lenguas romances (salvo el rumano) conservaron restos del caso latino únicamente en los pronombres de tercera persona (lo, la y le), solo en español se producen fenómenos como el leísmo, el laísmo o el loísmo, en los que esa distinción de caso se pierde. Lo mismo se puede decir de los cambios sociales: aunque la cita de Stefan Zweig sobre el final del siglo XIX parezca estar describiendo a la perfección el final del siglo XX, esto no significa que ambas situaciones deban acabar necesariamente de la misma manera.

Me enseñó que los cambios lingüísticos son reversibles y que no todos triunfan: en el Cantar de Mio Cid casi todos los imperfectos y condicionales acaban en –ié y no en –ía (Sospiró mio Cid, ca mucho avie grandes cuidados… Non le osarien vender al menos dinarada), como pasa en tantos textos de los siglos XII y XIII, pero de los primeros ya casi no queda ni rastro en español. La Historia parece enseñarnos que esto no es aplicable a los cambios sociales: que seguimos avanzando, despacito algunas veces, a buen ritmo otras. Pero también que hay piedras en el camino que frenan esos avances durante años o décadas en algunos sitios. Los que hemos tenido la increíble suerte de nacer en Occidente hemos vivido casi sin estas piedras durante décadas ya, apartando las que quedaban, garantizando cada vez más derechos, mejorando cada vez más vidas. Parecía que las piedras más gordas estaban en otros continentes y a veces ni siquiera parecían tan gordas como para que entre todos no las pudiéramos ir apartando. Y mientras estábamos así, distraídos, a lo nuestro, han empezado a caer piedras, casi por sorpresa, y algunas parecen tan gordas que podrían acabar abriéndole la cabeza a alguien. Probablemente los votantes del Brexit en Gran Bretaña, los de Trump en EE. UU., los de Le Pen en Francia, los de Hofer en Austria no son una panda de racistas. Casi con seguridad, la mayoría de los votantes de Trump no son unos machistas (ni unos violadores en potencia, a diferencia del propio Trump). Sí estoy bastante segura, sin embargo, de que muchos son homófobos, pero no creo que eso sea lo que les ha llevado a votar a Trump. A pesar de esto, todos estos votantes, que ejercen su voto movidos por razones comprensibles —la crisis, el hartazgo, las ganas de cambio, lo que sea—, están legitimando con dicho voto discursos racistas y, a veces, machistas y homófobos. Discursos abiertamente violentos a veces. Discursos que generan miedo en personas que estaban librándose de este. Discursos que fomentan que algunos desalmados se crean en derecho de alimentar ese miedo. Piedras que pueden convertirse en rocas.

El cambio social, igual que el lingüístico, está en nuestra mano. Y a diferencia de este, en aquel sí funciona el activismo. No funciona insultar —rara vez lo hace—, pero funciona hablar, comprender, convencer. Funciona no quedarse de brazos cruzados ante un comentario racista. Funciona no reírse ante los aspavientos pretendidamente graciosos de un imbécil machista. Funciona mostrar nuestro desacuerdo ante cada actitud homófoba.

En el siglo XXI no queremos antiguallas. La uve dejó de sonar hace 500 años y estamos mejor sin ella. Si es su pervivencia en la ortografía lo que lleva a confusión, solo hay que librarse de ella. Game on.

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La estatua a Stefan Zweig frente a la que fue su casa en Salzburgo

Oriente 2016

Hace dos fines de semana tuve la suerte de volver a participar en las campañas de encuesta del COSER, de las que ya os he hablado aquí, aquí, aquí y aquí. Volvimos a poner rumbo hacia el oriente: encuestamos pueblos de Castellón, Tarragona y Valencia entre sábado y domingo, en lo que se denomina técnicamente como una señora paliza. Éramos nueve coches (¡dos venidos desde Ciudad Real!) y casi 50 encuestadores. Aquí nos tenéis a la mayoría, con el castillo de Peñíscola al fondo:

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Lingüísticamente fue, como siempre, interesantísimo: yo volví a recoger unos cuantos casos de mi adoradísimo se con verbo en 2ª persona del plural (aunque ningún caso en 1ª esta vez, lo cual es igual de interesante; si tenéis mucho interés por los detalles técnicos, disfruté como una enana escribiendo esto): ¡se vais a ir cargaos!, nos advertía Juan, mientras nos regalaba guixasos, tomate en conserva, almendras y vino, todo de su propia cosecha. Pudimos escuchar, además, muchos rasgos típicos del contacto entre español y catalán: casi que todos los informantes habían de explicarnos que era eso de los guixasos, aunque tampoco no nos quedó muy claro hasta que lo vimos con nuestros propios ojos. Ahora te explicaré qué son: unas legumbres parecidas a los garbanzos, aunque más blancas. Informantes ha habido de republicanos y de nacionales y todos nos han tratado igual de bien. Por cierto, que lo de entrevistar en pueblos no solo da alegrías lingüísticas, sino también perspectiva sociológica: de una punta a otra del país (y probablemente también traspasando fronteras nacionales) encuentras personas a las que se les iluminan los ojos recordando que el rabo del cerdo se lo comían ellos, los niños (porque el informante siempre se convierte en niño cuando mencionas el rabo del cerdo); coincidencia en describir el nacimiento de los pollitos como precioso; unanimidad en explicar que a las parturientas se les daba caldo de gallina y, si se podía, chocolate… Sea cual sea su lengua materna, sea cual sea el partido al que votan; sus experiencias, su cultura y su sabiduría son tan similares como ricas en matices y esto resulta tan claro que las ganas de dividir de algunos no pueden más que apenar, pero me estoy yendo del tema.

Si lingüísticamente fue interesantísimo, personalmente fue también genial: aunque tres días no son suficientes para conocer a todo el grupo, sí son auténticamente intensos para los subgrupos que conformamos un coche y yo tuve la suerte de estar acompañada por tres alumnos que eran puro buen humor, pura simpatía, pura energía y puro interés. Para que os hagáis una idea de lo estupendos que eran: no solo me aguantaron que les pusiera los grandes éxitos de Jorge Negrete (cantados por alguien que no era Jorge Negrete), sino también que los arrastrara al museo de Carles Salvador, en Benassal (Castellón). ¿»Carles quién», te preguntas?

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Fan picture de la menda

Carles Salvador (1893–1955) fue un gramático valenciano que defendió muy activamente una renovación pedagógica que incluía que la escuela se impartiera en valenciano. Formó parte del grupo de escritores, editores y maestros valencianos que firmaron en 1932 las «Bases per a la unificació de l’ortografia valenciana» o «Normes de Castelló», un esfuerzo normativo que unía la norma ortográfica del valenciano con la que había impulsado Pompeu Fabra para el catalán en 1931. De todo esto tampoco sabía yo nada antes de entrar a su museo en Benassal, que era el pueblo de su mujer y en el que enseñó durante casi 20 años. Sí sabía, sin embargo, que había escrito una Gramática valenciana, que he consultado y citado, y admito que me hizo ilusión descubrir que acababa de encuestar a una señora maravillosa en un pueblo dedicado por entero a su figura. Y allí que me acompañaron, angelicalmente, María, Moritz y María.

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Porque todos no pueden ser ángeles de Charlotte, ¡hay que trabajar alguien!

Sepa usted… que no sepo nada. Digo, a nada.

A mi perra le encanta dar muestras de su cariño lamiéndonos. En verano, con los pantalones cortos, somos para ella un auténtico festín, sobre todo si acabamos de encremarnos, que le parece un condimento excelente. Circunstancias así son de las no muy abundantes que dan lugar a emplear el verbo saber, cuando significa ‘tener sabor’, en personas gramaticales distintas de la 3ª:

—¡Deja ya de lamernos! ¿A qué sabremos?

—Ya está lamiéndote, es porque sabes a crema.

—¿Otra vez lamiéndome? ¿Pero a qué _______?

¿Cómo completarían ustedes esa última frase (usando el verbo saber, claro está)? Es verdaderamente interesante que existan dos contendientes: y sepo. Es interesante porque este verbo saber es exactamente el mismo que el de Solo sé que no sé nada y nadie duda de que Solo sepo que no sepo nada es un auténtico disparate. Pero ¿a qué sé? y ¿a qué sepo? sí causan dudas. ¿Por qué esta diferencia?

Aunque estos dos usos de saber tengan etimológicamente el mismo origen, no cabe duda de que tienen ya significados muy distintos. De hecho, en otras lenguas no tienen nada que ver, como en inglés: to know, pero to taste. Y no es infrecuente que palabras derivadas de distintas acepciones de una misma palabra tomen sufijos también distintos:

importancia < importar = tener valor (no pecuniario)

importe < importar = tener valor (pecuniario)

importación < importar = comprar de fuera de nuestras fronteras

El caso de saber, sin embargo, es diferente, porque la diferencia entre y sepo no es un caso de derivación (no se crean nuevas palabras que vienen de saber), sino de flexión (son formas distintas de la misma palabra, el verbo saber). Por lo tanto, además de la diferencia de significados, influyen otros factores, el más importante de los cuales es la (baja) frecuencia con la que se usa saber ‘tener sabor’ en la 1ª persona del singular. La forma es muy irregular y solo encontramos una forma similar en haber:

saber –––––– yo sé

haber –––––– yo he

Solo las formas muy frecuentes pueden permitirse ser así de irregulares: si las usamos mucho, las tenemos siempre frescas en la memoria y no importa tanto que no sigan las reglas que todos los demás verbos. Cuando las formas irregulares son infrecuentes, tienden a desaparecer: piensen en el poco éxito de yugue (por yací)o de anduve (por andé).

Estas formas irregulares poco frecuentes tienen a ser reemplazadas por otras formas que siguen los patrones regulares de la conjugación, es decir, por analogía con otras formas. Vamos, siguiendo una “regla de 3”:

cantar –––––– canté

andar ––––––– X = ¡andé!

Lo precioso del caso de sepo es que esta forma sigue siendo irregular: la forma regular debería ser sabo, a semejanza de otros verbos regulares como sorber o lamer (sorbo, lamo), como bien saben los niños que aprenden español. Sepo es una forma que sigue la irregularidad que presenta saber en el subjuntivo (sepa, sepas), creándose así un patrón de conjugación común en muchos verbos irregulares del español, en los que la 1ª persona del presente de indicativo se asemeja a las formas del presente del subjuntivo y se diferencia del resto del presente de indicativo:

tengo          tenemos          tenga               tengamos

tienes          tenéis              tengas             tengáis

tiene           tienen              tenga              tengan

 

quepo         cabemos         quepa             quepamos

cabes          cabéis             quepas                        quepáis

cabe           caben              quepa             quepan

 

sepo            sabemos         sepa                sepamos

sabes          sabéis             sepas               sepáis

sabe           saben              sepa                sepan

 Lo irregular es muchas veces regular, pero a lo Frank Sinatra: a su manera. ¿A que es bonita la morfología?

Bonus track: Aunque la forma normativa de saber ‘tener sabor’ en la 1ª persona del indicativo es (es decir, igual que en saber ‘conocer’), la forma sepo es en realidad la etimológica y viene directamente del latín sapiō> saipo > sepo, igual que quepo viene directamente del latín capiō> caipo > quepo(ese cambio de posición de la –i– se conoce en términos técnicos como metátesis de yod, por si no soportaban la curiosidad). La forma es en sí misma analógica, a partir del modelo de haber, lo que significa que en términos objetivos es… igualita que sabo. Repito, ¿a que es bonita la morfología?

El Ministerio del Tiempo: de aquellos alpis estos mapas (aventura apócrifa)

—Amelia, Alonso, Julián. Vengan a mi despacho inmediatamente, tenemos un problema.

—¿Qué ocurre, jefe?

—Pues otra vez lo mismo, un grupo de filólogos intentando cambiar la historia y empeñados en que el ALPI vea la luz.

—¿Qué es eso del ALPI? ¡Cualquier invento del demonio!

—No, Alonso, el ALPI es un libro, aunque no un libro cualquiera… El Atlas Lingüístico de la Península Ibérica. Es un proyecto que diseñaron don Ramón Menéndez Pidal y su discípulo Tomás Navarro Tomás a principios del siglo pasado, para documentar los dialectos hablados en la Península Ibérica. ¡Era un proyecto tremendamente ambicioso! Pero, desgraciadamente, los trabajos de recogida de datos fueron interrumpidos por la Guerra Civil y solo consiguieron publicar un único volumen, ¡en 1962!

—Señorita Folch, como siempre está usted perfectamente enterada, pero esta vez se equivoca en algo… Lo único que fue una desgracia fue que se consiguiera publicar ese volumen, con los enormes esfuerzos que hizo el MInisterio para que jamás saliera a la luz. ¡Dos agentes teníamos, interceptando la correspondencia del equipo! Que consiguieron, por cierto, enfrentar a Rodríguez Castellanos y Sanchis Guarner con mucho acierto. Eso retrasó enormemente las tareas de publicación. Sin contar la cantidad de libros con que mantuvimos ocupado a Moll, ¡tenía tanto trabajo en la editorial que apenas pudo salir a hacer encuestas! Y no me hagan hablar de la parejita Cintra-Otero, aunque miren, esa historia es graciosa, un día con un café se la cuento en detalle: solo les avanzo que  yo mismo me ocupé de que el bueno de Lindley entrevistara a unos auténticos zoquetes ante la desesperación de Aníbal. ¡Qué mal humor el de Aníbal!— la mirada de Salvador se pierde en el horizonte.

—Pero, a ver, Salvador, no entiendo nada, ¿nos estás diciendo que el Ministerio ha estado saboteando el ATLI ese todo este tiempo? ¿Pero se puede saber  qué nos importa a nosotros un montón de mapas de palabras?

—ESO ES CONFIDENCIAL, Julián. A ustedes les basta con saber que no podemos permitir que sigan estos avances. ¡Casi tuvimos que mandar al mismo Spínola para evitar que ese profesor canadiense, un tal David Heap, encontrara todos los cuadernillos perdidos! Pero al final se empeñó en ir Velázquez y ya ven cómo acabó la cosa: los cuadernillos llevan colgados ya quince años en la red. Pero ahora la cosa pinta mucho peor: un equipo del CSIC, capitaneados por Pilar García Mouton, han decidido digitalizar todos esos materiales ¡y publicar todo el ALPI en línea! Su misión es evitarlo. Irene les explicará el plan, pero no debería costarles mucho. Solo tienen que convencer a un par de funcionarios para que pierdan los documentos adecuados y… ¡adiós, financiación!— la risa de Salvador ya es un poco sádica. —Marchen, marchen, no hay tiempo que perder. Irene, acompáñeles.

—Sí, jefe.

—A ver, Irene, tú tienes que saber qué hay detrás de esto. ¡Sacarnos de nuestro día libre por un libro! ¡Y un libro de filólogos, además!

—Chitón, Julián. ¡Habla más bajo! Bueno, os lo contaré… Pero de esta no os libráis, me temo. Se rumorea que Sanchis Guarner, uno de los encuestadores del ALPI, «coqueteó» (ya me entendéis) con la esposa del ministro de 1935, cuando esta estaba pasando unos días en Adamuz, visitando a unos parientes. Desde entonces este asunto es prioritario en el Ministerio. Así que ya sabéis…

***

¿Será esta la primera aventura fallida de Amelia, Alonso y Julián? Tiene pinta… ¡Ya llegó! ¡Ya está aquí! ¡El ALPI del CSIC!