Algunas palabras, como las personas, necesitan un punto de referencia. Por ejemplo, aquí no se entiende sin saber dónde está el que lo dice y ahora cambia a cada instante. Tenemos, también, varios verbos que dependen del lugar en que se digan: solo podemos ir a un sitio diferente del que estamos, mientras que venirsiempre lo hacemos al mismo sitio desde el que lo decimos. Es por eso por lo que no podemos ir y venir a la vez o por lo que cuando tú vas, Chenoa viene de allí. Esta referencia a elementos del contexto es lo que los lingüistas llamamos deixis, pero no se preocupen, que no me voy a poner filológicamente intensa.
Con otra pareja de verbos, emigrar e inmigrar, ocurre justo lo contrario que con ir y venir: son cosas que suceden a la vez, pero desde perspectivas distintas. Emigra el que se va de su país e inmigra el que llega a otro. Siendo, claro, una única persona. Que parece que no, a juzgar por los muy distintos sentimientos que despiertan emigrantes e inmigrantes en sus respectivos puntos de referencia, pero sí.
Llevo ya unos días pensando que el hecho de que el español tenga dos verbos para ‘irse de un país a otro’ es un ejemplo de iconicidad de la lengua. Eso significa que la lengua refleja en su forma algo de la realidad, como un espejo. Dos verbos para un único suceso, como reflejo de los sentimientos encontrados que causa el suceso en cuestión. Venga el ejemplo:
El que emigra deja su casa y se pone a echar de menos. Echa de menos a su familia (padres, hermana, abuelos, tíos, primos y perros, todos incluidos). Echa de menos a sus amigos del cole y a los de la universidad; a sus amigos de muchos veranos y los de unas cuantas semanas en Etiopía, que allí es tiempo más que suficiente para una amistad. A sus compañeras de despacho y a su directora de tesis. Echa de menos a los filólogos y echa de menos a los abogados. Incluso a los amigos que ya habían emigrado y a aquellos que no vivían en su país, los echa un poquito más de menos. Por ir resumiendo, le da penilla irse y no estar a solo quince minutos de atasco de tantísima gente.
El que inmigra aparece, lleno de ganas, en mitad de los Alpes. Aprende otra lengua y, si tiene suerte, aprende dos: el alemán estándar y el suizo. Llega a una universidad fantástica muy bien acompañada y se llena la cabeza de proyectos (nuevos y viejos; voy a acabar la tesis, que no cunda el pánico). Hace nuevos amigos: indígenas, inmigrantes e incluso otros emigrantes con los que se pueda cenar tortilla de patata a las diez y media de la noche. Y además solo está a un par de horillas de casa. Siendo, claro, una única persona. Que parece que no cabe, pero sí.
Se me altera la deixis y me cambian los aquís y los allís, las idas y las venidas. Me voy de asistente de la cátedra de Lingüística Iberorromance a la Universidad de Zúrich. Suena bien, pero es mejor. Grüezi, Zürich!