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Tenemos que hablar

Tenemos que hablar. Ya. No podemos seguir así. Están ustedes fatal de la RAE.

 Prólogo

Antes de ir al meollo, empecemos con un par de ideas básicas que nunca nos enseñaron en la escuela.

Primera idea básica: Las lenguas, el español, el francés, el wolof, el bahasa indonesia…, no las ha inventado nadie. Nadie diseñó unas reglas y un vocabulario que almacenó en un libro, una caja o un arca. Y cuando usted aprendió su lengua materna nadie se la enseñó pacientemente. Las lenguas son productos de la interacción entre los miembros de una comunidad (ustedes mismos, por ejemplo) y se adquieren de forma natural en los primeros años de vida, a partir de los estímulos lingüísticos del entorno —abundé un poco en esta idea aquí—. Lamentablemente, lo que cuentan en las escuelas normalmente presupone lo contrario.

Segunda idea básica: La escritura, sin embargo, sí la ha inventado alguien; con el objetivo de representar la lengua hablada. Es decir, la ortografía y la lengua tienen naturalezas diferentes. ESTO ES IMPORTANTÍSIMO.

Estas ideas básicas son muy sencillas, pero mucha gente parece no entenderlas. O negarse a entender sus consecuencias. Hay gente que se empeña en ser cazurra, especialmente cuando cree que eso le confiere legitimidad para insultar.

 Lo gordo

¿Qué es la RAE? ¿Qué hace la RAE? ¿Para qué sirve la RAE? ¿Manda en el español? ¿Y, si lo hace, por qué narices lo hace? Veamos.

Existe una cosa llamada la lengua estándar. La lengua estándar es una variedad de una lengua —las lenguas se componen de innumerables variedades, aquí conté un poco—, pero tiene unas características algo peculiares. En cierto modo es la única variedad que es un poco inventada. No la habla nadie, en realidad. No se corresponde con ninguna otra variedad de la lengua, sino con una mezcla de algunos rasgos de varias. Es un corta-pega, un collage.

Las lenguas estándar suelen surgir de forma más o menos natural cuando una lengua dada empieza a escribirse y consisten en una serie de normas codificadas, que pueden atañer tanto a la pronunciación como a la gramática o al léxico y la ortografía. No solo pueden, sino que suelen.

Pero si la lengua es de todos, ¿quién se encarga de codificar estas normas? Bueno, depende, claro. Pero los codificadores siempre tendrán algo en común: ser gente educada, culta. «¡Pues fenomenal! Por fin algo de lo que se encarga gente preparada», ¿no? Bueno, espérese un momentito. Ahora mismo el acceso a la educación en España no es uno de los rasgos más determinantes en el acceso al poder (de cualquier tipo), porque es un acceso bastante universal. Pero la estandarización del español no es de hace unos años, queridos míos. Es de cuando la gente educada y culta era la gente con poder. Poder político, económico, social…

Primero, la RAE no es la que encabezó la estandarización del español. Fue Alfonso X, El Sabio (claro), con la tremendísima labor de producción científica de su escritorio. Así, en el s. XIII el dialecto castellano se convirtió en el elegido entre los romances hablados entonces en la actual España. Este es uno de los primeros pasos de la estandarización: elegir la variedad base. Otro es dotar a la lengua de recursos para aumentar su ámbito funcional, otra de las cosas que hizo sobradamente nuestro monarca, traduciendo y produciendo obras de variadísimas ramas del saber en castellano. Y, aunque sus obras no presentan unas normas lingüísticas absolutamente uniformes y dejan traslucir bastante variedad lingüística, también dio pasos en esta dirección, asentando una ortografía bastante fonológica, por ejemplo.[1]

En cierto modo, la variedad estándar surge como una necesidad del proyecto gigantesco de codificación de Alfonso X y la estandarización no es un objeto en sí mismo de la labor de este. Pero también hay casos de estandarización en los que esta es el objetivo primario de los procesos que la llevan a cabo (piensen en el euskera batúa, por ejemplo).

Pasemos a la RAE. La primera academia lingüística fue la Academia della Crusca italiana y al poco tiempo la siguió la Académie française francesa, a imitación de la cual se creó la nuestra, a principios del s. XVIII. Como tienen todo esto en Wikipedia, les resumo: una panda de hombres notables deciden formar una institución para velar por la lengua, porque ya lo saben, si no la cuidamos, esta se va al garete —de esto también he hablado, soy muy pesada—.

Pero la lengua tiene innumerables variedades, les he dicho antes, ¿por cuál velarán estos caballeros? Parece evidente, ¿no? La suya propia, la de las clases cultas. Es decir, cuando haya dos opciones, elegirán la que use su grupo. Pero las variedades habladas por la gente culta y poderosa, queridos míos, no tiene ningún rasgo objetivo que la haga mejor que las demás. Miren, aquí también hablé de este tema. No puede tenerlos, porque todas las variedades están en constante cambio, atendiendo a dos principios que tiran en direcciones opuestas: los de economía e iconicidad lingüística. Esto es, tratar de decir algo lo más claramente posible usando la menor cantidad de recursos posibles. Pero no hay una única posibilidad, hay muchas. Muchísimas.

Pero si la RAE hubiera dicho que la variedad por la que querían velar no era la mejor, no les hubieran hecho mucho caso. Para estas cosas suele venir bien un buen argumento de autoridad, como, por ejemplo, los escritores de renombre —que por aquellos entonces tampoco nacían en humildes chozas—. Otra cosa que vende muchísimo es la idea de la unidad: el español se habla en un porrón de sitios, como ustedes saben. ¡Y no queremos que pase como le ocurrió al latín, que no había nadie cuidando de él y menudo desmadre! (Tanto que degeneró en esta lengua en que escribo, que de repente vuelve a ser digna de cuidar, vaya jaleo.) Pongamos unas normas bien puestas, para que nadie se salga de la vereda y pararemos el próximo corrompimiento.

Hasta aquí los antecedentes históricos, resumiditos y sin matizar, como debe ser. ¿Qué es lo que pasa ahora con la RAE? A grandes rasgos, la veneramos. Con una devoción absoluta. «Pero yo no lo hago», pensará usted. «Si me parece fatal eso que han hecho con las tildes o que otubre esté en el diccionario«.[2] Bueno, eso también es venerar a la RAE, amigo. Enfadarse porque no sigue esos elevados estándares que usted cree que tiene y debe mantener. Ser más papista que el papa, vamos.

La RAE produce varias obras, todas ellas con carácter normativo, aunque en diferentes grados. Leyendo un poco a Yolanda Gándara pueden saber más sobre ellos: aquí, aquí, aquí e incluso aquí. ¿Pero qué significa que tiene carácter normativo? ¿En qué manda exactamente la RAE? Pues solo puede hacerlo en una cosa: la lengua estándar. Las demás variedades son libres como el viento sus hablantes y seguramente harán ustedes muy mal en usar el infinitivo en -d (cantad) con sus amigos, porque les tildarán de pedantes y con toda la razón. La lengua estándar se habla solo en algunas ocasiones, bastante formales, pero es la que se usa casi siempre que escribimos.

Miren, a la escritura le faltan recursos lingüísticos por todos lados (sobre todo porque no permite mostrar la entonación, que es clave en la comprensión del mensaje), por lo que no está mal que haya unas normas que solucionen algunas de estas carencias. En mi opinión, lo más imprescindible en este sentido es la puntuación, pero también es evidente que resulta más sencillo tener unas normas fijas de ortografía, porque aprendemos la representación gráfica de las palabras en su totalidad. Es más sencillo, sobre todo, si no ceceas, ni aspiras las eses y no te digo si no eres yeísta. Porque cuanto más se diferencia la pronunciación de la ortografía más difícil resulta dominar esta —y por lo tanto más cuesta aprender a leer, manejarse en el colegio…—.

De esto se deduce que esa ortografía que tan bien le va a usted le hace la pascua a un montón de niños que no hablan exactamente igual que usted ni tienen por qué hacerlo. Pero esto ya es ponerse muy tiquismiquis. ¿O no?

Iba diciendo que la RAE manda sobre todo en la lengua estándar y, por lo tanto, en la escritura. De hecho, sus obras normativas básicas son sus múltiples Ortografías. El Diccionario (y esto lo sabe cualquiera que se ha leído el prólogo, que no creo que incluya a todos los académicos, por cierto) solo tiene valor normativo en cuanto a la ortografía de las palabras que incluyen. Las palabras que no están en el DRAE pero se usan POR SUPUESTO QUE EXISTEN y no son ni correctas ni incorrectas, porque es un criterio sin sentido. La RAE no va creando palabras para cuando las necesitemos, sino que las va incorporando cuando, en teoría, alcanzan cierto grado de uso. Todos sabemos que en la práctica no es así y me temo a que se debe que la mayoría de los académicos están tan confundidos como los no académicos y, además, más cerrilmente imbuidos de poder. (No, por Dios, don Arturo, ¡cómo voy a estar hablando de usted!) Y la gramática académica, como muestra la de 2010 —a la que solo le faltan las 200 páginas de bibliografía que saldrían si hubieran decidido citar sus fuentes—, apenas tiene voluntad normativa, aunque sí constata qué construcciones son consideradas vulgares, etc.

Eso es, creo, lo que debería hacer siempre la Academia. Hacer una buena labor descriptiva. Constatar qué se usa dónde y qué consideración social tiene. No es la RAE la que impone esta consideración social, sino que esta se debe a que las diferencias sociales existen y la lengua es una de las formas más claras de las que utilizamos para hacerlas notar. Y, por lo tanto, no estaría de más contar con herramientas que nos explicaran qué es vulgar, dónde y qué no lo es también donde. Para que los usuarios (y muchos usuarios de las obras académicas son extranjeros, les recuerdo) pudieran evitar algunos usos en algunas situaciones en las que no les iba a beneficiar (una entrevista de trabajo, por ejemplo). O para que entendieran la naturaleza de estos juicios sobre las variedades lingüísticas.

Porque la lengua es una de las pocas armas que utilizamos impunemente para discriminar socialmente, y no hablo de la tontería del «compañeros y compañeras», sino de «rebatir» el argumento de alguien porque es leísta o porque comete faltas de ortografía. Qué satisfacción, ¿verdad?, pillar a aquel con el que no estamos de acuerdo en una falta y poderle soltar un «aprenda hablar y ya luego si eso discutimos». Qué bien sienta, insultar desde esa superioridad que tantos creen legítima. No es muy distinto de abroncar a la RAE porque «admite» setiembre o almóndiga. ¡Eso no lo dice nadie! ¡Y si lo dice alguien solo puede ser un paleto de tal calaña que no debemos permitírselo! Hasta que te das cuenta de que te estás metiendo con alguien por su origen social o geográfico y, seguramente, sus posibilidades económicas.

 Epílogo

Hablen como quieran. Saluden con alegría la inclusión de nuevas palabras en el diccionario. No utilicen las normas ortográficas académicas si no quieren hacerlo, pero prepárense para tener sus razones lustradas y afiladas, porque les van a dar la vara. No den la brasa a la gente que no conocen por cómo habla o escribe. Si tienen confianza y creen que agradecerán la información, porque les será útil en el futuro, estupendo, háganlo. Con buenos modales y SIN INSULTAR, peazo zopencos. (Uy.) Sean felices, coman perdices y cualquier otra cosa que les pongan en la mesa, que está feo tirar comida.

[1] Para saber más y mejor del tema, me lean a Inés Fernández-Ordóñez (2004): «Alfonso X en la historia del español», en Rafael Cano (coord..), Historia de la lengua española, Barcelona, Ariel, cap. 15, págs. 381-422.

 [2] Los comentarios a esta fantástica entrada sobre otubre y setiembre son un grandísimo ejemplo del cazurrismo del que le hablaba.