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Lingüística para juristas

Hace un mes, el repugnantísimo colectivo Hazte oír consideró aceptable sacar a las calles un autobús promocionando un mensaje igual de repugnante en contra de la transexualidad. El Ayuntamiento de Madrid estudió (no sé si lo hizo o no) si estos actos podían constituir un delito de odio. A raíz de eso y juntándolo con otra idea que me rondaba la cabeza desde hacía meses, con los numerosos juicios por contenido diseminado a través de Twitter, escribí esta entrada, que se quedó metida en un cuaderno hasta hace dos días, cuando la arranqué del cuaderno y la metí en el bolso, para dejar de olvidar postearla. (Sí, a veces escribo en papel. Sí, esta historia demuestra que es un atraso. Sí, seguiré llevando cuadernos en el bolso.) Ayer condenaron a una tuitera por hacer chistes sobre Carrero Blanco. Los delitos relacionados con la libertad de expresión están de actualidad, parece obvio. No pretendo opinar sobre el fondo legal de ninguno de estos temas. La libertad de expresión es uno de esos derechos fundamentales que puede chocar con los de los demás y cuya regulación es especialmente complicada. No me voy a referir a ningún juicio por “tuits” en concreto, ni estaba pensando en ninguno en concreto cuando escribí esta entrada. Sí me voy a referir en concreto al caso del autobús y no voy a dejar de decir lo asqueroso que me parece. Pero, en cualquier caso, son dos ejemplos que me van a servir para hablar de lo mío, que es la lingüística. Y hay nociones de lingüística que son relevantes en estos ejemplos.

Hablemos primero de los delitos “por escribir un tuit”. Desde 2015, el Código Penal español considera agravante de algunos delitos que restringen la libertad de expresión cuando “cometan mediante la difusión de servicios o contenidos accesibles al público a través de medios de comunicación, internet, o por medio de servicios de comunicaciones electrónicas o mediante el uso de tecnologías de la información”. La justificación de esto, entiendo, tendrá que ver con el hecho de que “las nuevas tecnologías” permiten una difusión mayor y más rápida de los contenidos que las “antiguas”. Es decir, puesto que los límites a la libertad de expresión limitan las expresiones públicas (enaltecer el terrorismo en la cocina de tu casa más solo que la una no es delito, aunque sea igual de lamentable que hacerlo en público), el grado de “publicidad” parece ser relevante.

Así, resulta interesante mencionar algo que han observado numerosos lingüistas, como es el hecho de que en las redes sociales la comunicación no acaba de ser ni totalmente pública ni totalmente privada. Si bien puede ser pública stricto sensu (si es accesible por todo el mundo), muchas veces esta no es la intención del que escribe, que tiene cierta sensación de intimidad, incluso en redes sociales esencialmente abiertas como Twitter. Esta sensación tiene un nombre técnico, extemidad, y es lo que explica que la gente exhiba sin tapujos las fotos de sus vacaciones, sus gatos, sus pies…, o que explique sin censura los pormenores más privados de sus rutinas. Lo habitual en estas redes sociales es que uno interaccione con un número de personas mucho más reducido que el de aquellos que efectivamente ven ese contenido, lo que ayuda a difuminar la sensación de que son manifestaciones muy públicas. Además, en las redes sociales se establecen relaciones con personas que no pertenecen a los círculos “no virtuales” de uno, por lo que son numerosos los momentos de la vida en que uno puede olvidarse de haber escrito algo o subido una foto, algo que otra vez difiere de otros actos públicos. Me costó comprender el concepto de dolo en esos cinco años en que de vez en cuando estudiaba derecho, pero juraría que esto tiene algo que ver. Y que, por ello mismo, debería tenerse en cuenta a la hora de añadir y aplicar agravantes alegremente.

Pasemos ahora al asunto del asqueroso, vomitivo y repugnante autobús. Pasear un autobús con propaganda por las calles de una ciudad es un acto de comunicación evidentemente pública, por lo que aquí no hay mucho que añadir. Sin embargo, leí a varios tuiteros que creían que, por muy desagradables que fueran las intenciones de los miserables de Hazte Oír, es imposible que este acto sea constitutivo de delito, porque el mensaje en sí no dice nada ilegal. No voy a transcribir el mensaje, porque, y quizá no lo he dejado suficientemente claro, me da mucho asco. La preocupación de estos tuiteros es que el eslogan del autobús no contiene un llamamiento explícito a la transfobia, sino que presenta como hechos algo que simplemente no es cierto. Y ser un ignorante no es delito.

Sin embargo, no es cierto que el mensaje en sí no codifique estos significados. Atribuir a un mensaje solamente el significado de la suma de sus palabras es un error de primero de Lingüística, que no tiene en cuenta el mecanismo por el que más significado codificamos: la pragmática. La pragmática es la disciplina que se ocupa del significado de las palabras y oraciones en su uso concreto, en contexto. La unidad básica de la pragmática, de hecho, es el enunciado, que puede ser más simple (¡María!) o más complejo que la oración (Por favor, está usted en medio). En el discurso, cuando hablamos o escribimos, nos valemos continuamente de inferencias para decir más de lo que la literalidad del mensaje sugiere.

En Por favor, está usted en medio, la literalidad del mensaje (informar a alguien de su ubicación precisa) es entre poco relevante y una idiotez. Por eso, este enunciado no es una declaración de información, sino una petición: la de apartarse y dejar de molestarme de una vez, so pesao, ocupar esa ubicación. La máxima de relevancia nos obliga a buscar más allá de la literalidad cuando la información explícita es irrelevante. Codificar significado por medio de inferencias es un mecanismo lingüístico empleado todo el tiempo por todos los hablantes, bien estudiado y que no se puede negar ante un juez. Lo deben saber los jueces, lo deben saber los abogados, lo deben saber los fiscales y, todavía más importante, lo deben saber los tuiteros. El mensaje del autobús explota la máxima de relevancia para negarle, a propósito y sin posibilidad de negarlo ante un tribunal, la existencia al colectivo trans. A un colectivo con un altísimo riesgo de suicidio. Hay que ser malnacido. Y, por cierto, si bien la inferencia de negar la existencia al colectivo trans está en el eslogan del autobús, viene reforzada por ser este una respuesta a una campaña cuyo mensaje sí merece la pena reproducir:

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