No hay peros que valgan

Observe las siguientes oraciones:

«Asesinar está mal, pero no debemos ofender los sentimientos religiosos de los demás».

«Ofender los sentimientos religiosos de los demás está mal, pero no debemos asesinar».

Ambas oraciones son básicamente idénticas en su contenido proposicional: ambas censuran dos comportamientos (asesinar y ofender los sentimientos religiosos ajenos). Sin embargo, desde el punto de vista pragmático son muy distintas.

La teoría de la argumentación de Ascombre y Ducrot explica cómo nuestras palabras pueden condicionar la dinámica discursiva. La palabra pero es un ejemplo canónico de esto, ya que sirve para introducir lo que se conoce como un argumento «antiorientado», esto es, que va en dirección contraria a lo que se ha dicho anteriormente. Y, además, ese argumento antiorientado tiene mayor fuerza argumentantiva. Es decir, si digo «Hace un día precioso, pero estoy agotada» sería muy sorprendente que continuara con un «Voy a salir a correr» y más bien esperaríamos que siguiera un «Mejor me quedo en casa». Eso es porque, de los dos argumentos presentados (buen tiempo y agotamiento), que son opuestos desde el punto de vista argumentativo, vence el introducido por pero.

No hace falta ser lingüista para saber esto: los hablantes somos perfectamente conscientes de estas dinámicas discursivas. Y sabemos que cuando alguien dice «Asesinar está mal, pero no debemos ofender los sentimientos religiosos de los demás» está poniendo dos actos de gravedad inconmensurablemente distinta al mismo nivel y, además, le otorga más fuerza discursiva al último, que es indudablemente el de menos gravedad.

Qué perversidad. Qué perversidad que, tras una serie de asesinatos causados única y exclusivamente por el fundamentalismo religioso, el discurso se oriente hacia la libertad de expresión y sus límites. Esa perversidad que hoy abandera Justin Trudeau (y tristemente no está solo), que ha elegido convertirse en ejemplo de ese racismo buenista y condescendiente que cree que las degollaciones son matizables si se producen en nombre de una cultura que evidentemente se ve como más primitiva, pues se cree que solo es capaz de defenderse de la ofensa con actos de brutalidad.

Pero de juzgar la perversidad de un discurso y sus causas ya no se ocupa la pragmática, que suficiente tiene con descubrirnos las reglas que subyacen a nuestras intenciones al hablar. Otra teoría pragmática, la de la relevancia, también nos dice que todas nuestras palabras tienen una intención, pues nuestro interlocutor las interpreta siempre como relevantes. Es decir, no hace falta decir nada más que lo necesario. Cuesta pensar que fuera necesario decir algo más que «Quitarle la vida a alguien es inaceptable, no hay peros que valgan».

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