Andalucía 2012

Veintidós personas, ocho días, sesenta y dos pueblos y unos dos mil doscientos kilómetros de coche. Números muy altos, que resumen la vuelta de las hordas de filólogos a Andalucía, esta vez para encuestar Cádiz, Sevilla, el este de Málaga y el norte de Córdoba. En abril ya les conté de qué iba el tema y no quiero repetirme, sobre todo porque estos números también resumen el nivel de entrecerramiento de los ojos míos y porque en existiendo los hipervínculos, es tontería.

Enclaves encuestados en la campaña Andalucía 2012 del COSER

Una vez más, munchas personas amabilísimas mos han admitido en sus casas y han compartido unas cuantas de historias con nosotros, regalándonos su tiempo y sus palabras. Palabras muy sorprendentes, por cierto. La vorágine fonética que caracteriza al andaluz (con su ceceo, su seseo, su heheo, sus aspiraciones, sus neutralizaciones de /-l/ en /-r/, etc.) ha frenado el estudio de su morfosintaxis, que es lo que nos interesa más a nosotros. Así que nos hemos pasado la semana eufóricos, compartiendo “descubrimientos” sobre pronombres, cuantificadores, orden de palabras… Y posesivos. Mayormente posesivos. Porque, ojú, qué posesivos. En resumen, que lo bemos pasado poco bien.

Esta vez, en el bando de los filólogos habíamos mucha gente con experiencia previa (incluso algunos grandes iconos del COSER), pero también algunos primerizos: aprovechando el CIHLE pudieron apuntarse algunos profesores de otras universidades. Voy a mentar al equipo al completo en riguroso orden al azar: Paula, Quique, Ana, Víctor, Inés, Gema, Álvaro, Yanina, Sergio,  Piedad, Fernando, Olga, Mónica, Puri, Irene, Miriam, Bea, Mauro, Javier, Araceli, Emeli.  Gracias a todos, porque me lo he pasado en grande con ustedes. Y en cuantito que la tenga en mi poder, pongo la fotillo de grupo, no se vayáis a impacientar.

Buscafenómenos nos llaman

Acabo con una de mis palabras favoritas del viaje: trespasaomañana (que es el día después de pasado mañana).

(Mi primer) Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española

¡No preocuparse! Me había tomado unas vacaciones estupendas que he aprovechado para no escribir nada en el blog y bastante de la tesis pero ya estoy de vuelta, así que no cunda el pánico. (No oigo sus suspiros de alivio desde aquí, pero me los imagino…) Y vuelvo con noticias frescas, pues esta semana se ha celebrado en Cádiz el IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española (#cihlecádiz, si les interesa). Es un congreso trienal, lo que significa que es un gran acontecimiento para los expertos (y los aprendices, como moi) en Historia de la Lengua. Era mi primer CIHLE y me he quedado entusiasmada. He conocido a grandes personalidades (las celebrities de la filología) y, sobre todo, he hecho muchos amigos nuevos: doctorandos y doctores, profesores y estudiantes… Aunque no se lo crean, el mundo está lleno de filólogos. He aprendido mucho, he apuntado miles de referencias bibliográficas y de ideas y, fundamentalmente, me he reído a carcajadas con chistes solo aptos para filólogos (hay pocas oportunidades al año para hacerlo). Lo he pasado en grande comiendo puntillitas y cazón en adobo viendo a autores de los manuales de obligada lectura de la carrera, oyendo a mis profesores en un contexto diferente (pedazo de área de Historia de la Lengua el de la UAM, no es por na’) y conociendo a toda una nueva generación brillantísima de historiadores de la lengua, de los que solo puedes preguntarte por cuántas conexiones neuronales de más tienen que tener para saber tanto, siendo tan jóvenes. No me voy a poner a hablar de política (te lo prometo, madre), pero creo que si nuestro queridísimo ministro Wert hubiera asistido y podido entender el alcance de muchas de las charlas y lo fantástico de algunas investigaciones, se habría dado cuenta de la barbaridad que supone el tijeretazo en educación, universidad y ciencia. Que igual le estoy sobreestimando, pero bueno.

Pero igual muchos de ustedes no saben bien de qué se encargan los historiadores de la lengua, así que voy a ponerles algunos ejemplos de lo que se ha hablado en Cádiz, para que sepan de qué va la cosa. Había siete sesiones paralelas de comunicaciones, lo que significa que necesariamente te perdías un buen número de charlas al día, pero también que podías elegir entre una oferta de lo más variada. Solo puedo ponerles ejemplos de lo que yo vi (y tengo un sesgo claro hacia la morfosintaxis), pero voy a intentar darles a probar un chupito de cada área tratada.

Igual nunca han pensado en cómo es posible saber cómo se pronunciaba el latín o, para qué irse tan lejos, el castellano medieval. ¡Si solo tenemos textos! ¡Solo letras, ni un sonido! Pues es verdad, sí, pero estos textos están llenos de pistas sobre cómo se pronunciaban. Se conservan manuales de aprendizaje de lenguas o, incluso, manuales de pronunciación de la lengua de uno: en ellos tenemos instrucciones explícitas acerca de los sonidos de las lenguas en otras épocas. La poesía, que puede ser problemática a la hora de estudiar la sintaxis, ya que la rima fuerza muchas veces construcciones poco naturales, es fundamental para estudiar la posición del acento, por ejemplo. O la confusión de grafías, que nos indica que dos sonidos han pasado a pronunciarse igual (igual que ocurre ahora con la be y la uve, fuentes de terrible confusión ortográfica). María Teresa Echenique Elizondo nos habló de todo esto en la ponencia que clausuró el congreso.

El área más conocida y popular de la historia de la lengua es la etimología. Pero se pueden estudiar muchas otras cosas acerca de las palabras, además de su origen. La época en la que aparecieron es una de ellas y Pedro Álvarez de Miranda, académico de la lengua, nos mostró una colección de neologismos recogidos en el siglo XVII por un autor desconocido, algunos de los cuales se le habían escapado al diccionario de la Academia (como desarmonía o regracia). María Antonia Martín Zorraquino nos habló del origen de la interjección “¡Miau”!, usada para mostrar rechazo, más o menos equivalente a “¡Ni hablar!”. Yo nunca la había oído, o eso creía, pues resulta que salía en Antoñita la Fantástica, uno de mis personajes preferidos de pequeña.

No quiero extenderme mucho, porque corro el riesgo de emocionarme y resumirles todas y cada una de las charlas a las que fui (y fueron muchas), pero si no le dedico un párrafo a la morfosintaxis me da algo. ¿Han oído alguna vez quisiendo o tuviendo? Son gerundios que se forman a partir de la forma de los tiempos perfectos (quise o tuve), en vez de sobre el tema de presente (quer- y ten- en este caso) y siempre se ha propuesto que son analógicas (es decir, formadas a partir de otras similares). Enrique Pato y Paul O’Neill propusieron otra hipótesis: que responderían a una tendencia a cierta coherencia morfológica de las formas verbales. Acabo con un tema que a mí (friqui de los pronombres que soy) me parece apasionante: la subida del clítico cuando tenemos una perífrasis verbal (dos verbos juntos, más o menos). Si han estudiado francés, quizá sepan que no se dice On le peut dire, sino On peut le dire. En español, sin embargo, tenemos ambas opciones: Lo podemos decir o Podemos decirlo. Olivier Iglesias nos habló de la frecuencia de cada una de estas opciones desde el siglo XIII hasta nuestros días, tratando de poner orden en el caos.

Si este cocktail de canapés de Historia de la Lengua les ha interesado, les aconsejo vivamente que se suscriban al blog Nosolodeyod, en el que Lola Pons Rodríguez (¿se acuerdan de la nueva generación brillantísima?: pues eso) habla regularmente de Historia de la Lengua, con mucha más gracia, rigor y sabiduría que servidora.

Y ahora les dejo, que me espera una semanita de encuestas de esas que me gustan a mí, por Cádiz, Sevilla y Málaga, ¡y las maletas no se hacen solas!

Por obra y gracia de la RAE

Hierven los mentideros con los atrevimientos de la RAE.

– ¡La RAE acepta friki!
– Mire usté qué bien, ¿y quiqui?, ¿o pliqui?
– Ahora ya podré andar por casa en gayumbos tranquilamente.
– Yo llevo desde abril, caballero. ¡Este calor es indecente!
La estrella de la noticia ha sido la nueva acepción de matrimonio.
– ¡Albricias! ¡Hurra! ¡Ijujú! La RAE zanja el debate, la igualdad llega al diccionario.
– Es el fin de la discriminación. ¡Así se acaba con todo un ideario!
Por algún motivo que se me escapa, cada vez que la RAE acepta una nueva palabra, surge una ola de indignación que ríete tú del 15-M. Que a dónde vamos a llegar; que si estamos locos; que dentro de poco aceptarán cocreta; qué barbaridad, ¡culamen dice! Es curiosa esa imagen de la RAE, como institución todopoderosa, cuyas decisiones nos resultan a veces difíciles de comprender, pero que acabaremos acatando; para disfrutar de esa sensación de superioridad de corregir al pobrecillo que no sabe que solo ya no lleva acento. Le cedemos sumisamente a la Academia el poder de crear y difundir palabras que nos corresponde como hablantes y quedamos a la espera de que nos digan cuál es la línea que separa el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo coloquial de lo que no lleva marca azul. Sus enseñanzas se cristalizan en un libro gordo y de tapas duras (ya con versión online), que tiene el extraño poder de dictar lo que existe y lo que no, aunque eso desemboque en la paradoja de oír a diario cosas que no existen (las PONI –Palabras Oídas No Identificadas–, que deben pasar un duro examen académico para demostrar que no son imaginaciones de un granjero de Texas). Ahora que lo pienso, todo esto me recuerda vagamente a algo…

Oye, tú que eres filólogo…

Tengo una amiga que trabaja con niños y adolescentes y que tiene una forma muy curiosa de darles instrucciones. Digamos que está organizando una excursión al campo y quiere dejar claro qué tipo de calzado es el adecuado. Mi amiga preguntaría bien alto: “¿Me llevo las bailarinas nuevas con las que voy monísima?”, y dejaría pasar unos segundos. En cuanto algunas cabezas empezaran a moverse afirmativamente (que lo harían), ella misma respondería, con vehemencia: “¡¡¡NOOOOOOOO!!!”.

Les cuento esto sobre todo para darle difusión a la técnica, que es bastante eficaz, y a lo mejor alguno la encuentra útil (espero que no tenga copyright). Pero también porque a veces, cuando la veo hacerlo, se me ocurre que si alguien preguntara, subido a un escenario frente a cientos de personas de todas las edades, profesiones, estratos sociales y gustos musicales: “¿Verdad que la gente habla fatal?”, todo ese público tardaría menos de lo que canta un gallo en corear un gigantesco . Y claro, a mí me apetecería gritar muy fuerte que “¡¡¡NOOOOOOOO!!!”, pero seguramente no se oiría. Pues para dar la brasa con estas cosas empecé este blog.

Las frases que empiezan por “Oye, tú que eres filólogo…,” suelen tener dos posibles finales: a) “¿…a que palabra o frase que varía está mal dicho?” (o su variante “¿…palabra o frase que varía se puede decir?”), o b) “¿…palabra, generalmente polisílaba, existe?”. Y para muestra, un botón; miren cómo empieza esta entrevista a José Antonio Pascual, académico de la RAE. Muchos filólogos responden a la pregunta a) con un simple o no, ateniéndose a rajatabla a las últimas decisiones de la Academia. Otros preferimos meternos en disquisiciones teóricas acerca de por qué nada de lo que diga un hablante nativo está mal dicho. Como desde pequeños, en casa y en el colegio, nos bombardean con la idea contraria, esta respuesta no suele convencer, ya que le pide al que pregunta una cosa verdaderamente complicada: que cambie una idea muy arraigada en su mente. Esto es lo que los psicólogos llaman un cambio conceptual y es bastante difícil de llevar a cabo. Una vez estuve en una charla en la que el ponente quería convencernos de algo que sabía que no nos iba a gustar, pues iba en contra de las ideas previas de casi todos. En la primera parte de la charla nos pidió que cruzáramos los brazos, pero al revés de lo que solemos hacerlo: es tan incómodo que cuesta mucho estar más de un par de minutos así. Pretendía mostrarnos que es nuestro propio cuerpo el que se resiste a ese cambio de hábito; lo mismo ocurre con los cambios conceptuales. (Y no se crean que consiguió convencer a mucha gente en la segunda parte, a pesar del entrenamiento previo…) Muchas personas, después de estudiar cuatro o cinco años las ideas que voy a exponer aquí, siguen licenciándose como filólogos y considerando que casi toda la población habla fatal  y que, consecuentemente, el español se va al garete, así que sé que esto no va a ser fácil. Pero, por mí, ¡que no quede!

Primer pilar del cambio conceptual

Las lenguas que hablamos, las que hemos aprendido de pequeños de nuestros padres y nuestro entorno, no son inventos del hombre. Son creaciones humanas, en un sentido amplio, pero no son invenciones conscientes. Aunque no sabemos mucho acerca del origen del lenguaje, parece obvio que la primera lengua (o las primeras lenguas, que, por no saber, no sabemos ni eso) no surgió de una reunión de un grupo de homínidos que, sin poder hablar todavía, inventaron una lista de vocabulario, decidieron las reglas básicas de la concordancia oracional, impusieron un orden de palabras y luego se lo enseñaron a los homínidos que no pudieron asistir a la reunión. La gramática de la primera lengua tuvo que haber surgido de forma natural, gracias a los mecanismos del cambio lingüístico: igual que las gramáticas de todas las lenguas habladas en la actualidad.

Y, aunque no hubiera sido así, es importante tener en cuenta que cada persona aprende a hablar “de la nada”, en cierto modo reproduciendo la creación de esa primera lengua en su mente, y lo hace sin instrucciones explícitas. (Los padres no suelen decirnos: “Cariño, recuerda que las oraciones de relativo de sujeto no admiten el doblado pronominal del antecedente.” y, sin embargo, ningún hablante que ya haya adquirido plenamente el español diría: “El niño que él está ahí es muy rubio, será americano.”) Es decir, la primera lengua no se aprende: se adquiere de forma espontánea, siguiendo mecanismos naturales.

Segundo pilar del cambio conceptual (este el que más duele)

No hay ninguna lengua mejor que otra. Ni las lenguas de tribus africanas cuyos hablantes siguen viviendo del pastoreo (como la mayoría de los españoles hace 80 años, por cierto). Ni siquiera el vasco, por mucho que le apetezca a César Vidal.

César Vidal, ilustrando su desilustración.

El único criterio objetivo que podemos emplear para medir la “calidad” de una lengua es ver en qué medida cumple su función, pues no hay ningún rasgo gramatical objetivamente mejor que otro. Por ejemplo, el caso nominativo, la concordancia con el verbo o el orden de palabras son mecanismos igual de buenos para saber quién es el sujeto de la oración y no hay ningún motivo para preferir uno a otro. Sin meternos en muchos berenjenales, supongo que estaremos de acuerdo en que una lengua cumple su función si permite decir cualquier cosa; comunicar cualquier idea. Se conocen alrededor de 7000 lenguas, pero no se sabe de ningún grupo de hablantes cuya lengua les deje colgados en alguna situación o no les sirva para expresar un pensamiento demasiado profundo. Por supuesto, cuando una lengua entra en contacto con un campo desconocido para sus hablantes, debe incorporar mucho vocabulario nuevo en poco tiempo. Puede que lo haga por medio de a) préstamos, b) calcos semánticos, c) neologismos o la siempre reconfortante d) todas las anteriores son correctas. Estos son mecanismos de las propias lenguas para acuñar nuevas palabras y seguirán reglas distintas según la lengua. Por ejemplo, el español de España no suele adaptar la pronunciación extranjera de los préstamos (wi-fi lo decimos güifi), mientras que el español de América sí lo hace (wi-fi lo dicen uaifai). En conclusión, puesto que todas las lenguas del mundo permiten expresar los pensamientos de sus hablantes sin restricciones, todas las lenguas son igual de buenas y estupendas.

Es muy posible que ustedes, sobre todo los que hablan más de una lengua, estén pensando: “¡Pero hay cosas que parece que se dicen mejor en una lengua que en otra!”. Puede. Pero tiene una sencilla explicación. Todas lenguas mantienen un equilibrio entre economía y expresividad. La economía explica que las lenguas empleen un número limitado (aunque bastante amplio) de recursos, mientras que la expresividad busca poder codificar todos los significados que necesitemos. Todas las lenguas encuentran este equilibrio, pero de diferentes formas. Algunas tienen una morfología endiablada, otras una fonética que echa para atrás a todos los extranjeros y todas tienen un abanico de construcciones diferente que expresan las ideas de forma diferente. Es lógico que nos parezca que algunas de estas construcciones encajan mejor en unas ideas que en otras, sobre todo cuando estamos aprendiendo otra lengua. Sin embargo, sabemos que todas las lenguas consiguen este equilibrio con un nivel de complejidad similar, puesto que todos tardamos el mismo tiempo en adquirir nuestra lengua materna, sea esta cual sea.

Si son ustedes de los que aguantan más de dos minutos con los brazos cruzados al revés, a lo mejor ya están viendo claro por qué no es posible que lo que diga su vecino, hablante nativo de español, esté mal (mal dicho, claro… Niños, no se dicen palabrotas). Lo siguiente que tenemos que aceptar es que no hay un solo español (estoy hablando de la lengua). Me veo tentada a decir que hay tantos como hablantes, y de estos hay muchos. Pero me temo que hay todavía más. Todos los hablantes somos capaces de manejar diferentes registros, que suelen tener gramáticas ligeramente diferentes. Pero esto ya es harina de otro postal.

Al grano, pues. Igual que no hay una lengua mejor que otra, no hay ningún español mejor que otro (aquí vale para lenguas y personas; al menos en teoría). Porque todos los hablantes nativos podemos expresar todo lo que queramos con nuestro español respectivo. El español que la RAE ha elegido, en primer lugar, no existe. Bueno, vale, puede que exista, pero no es una lengua natural, pues no es la lengua materna de nadie. Y, en segundo lugar, no tiene ninguna propiedad que lo haga mejor español que otro, porque ya hemos dicho que no existen tales propiedades. Es el más prestigioso socialmente, sí, y conocerlo y manejarlo adecuadamente da puntos en las entrevistas de trabajo, las conferencias y, muy especialmente, al escribir. La lengua que usamos nos etiqueta, entre otras cosas porque siguen tratando de convencernos de que unas son mejores que otras. Pero también porque dice cosas sobre nosotros: de dónde somos, nuestra franja de edad o incluso puede reflejar algunas de nuestras ideas políticas. Por eso está bien saber qué registro usar en cada situación. Pero más importante es que sepamos que ninguno de los registros que elijamos está mal, es peor o nos supone poca inteligencia. Es muy típico  eso de proteger muchísimo los derechos del catalán y luego decir que los andaluces no saben hablar. Que es más o menos lo mismo que decir eso de “Yo no soy racista, pero es que los gitanos son todos unos ladrones, las cosas como son.”

Cuando me preguntan si algo está mal dicho, suelo decir que ese algo le parece bien o mal a la RAE (si lo sé), para acortar. La otra respuesta es demasiado larga y además no hay muchas situaciones sociales en las que venga bien quedar como una marisabidilla pelmaza. Pero esa otra respuesta, la larga, importa. Importa porque la idea de que unos hablan peor que otros es la base de un tipo de discriminación lingüística: la que se da entre hablantes de la misma lengua y que es tan mala como cualquier otra discriminación, pero no tiene un lobby que lo haga notar. Es de lo más común encontrarse con gente que se queja de lo mal que hablan los demás, con un terrible aire de preocupación. También hay gente, y esto me parece mucho más dramático, que cree que habla mal su propia lengua. Gente a la que han convencido de que sus palabras valen menos que las de los demás. Fíjense que es lo mismo que convencer a una mujer de que vale menos por ser mujer, por poner un caso hipotético. Y luego está mi grupo favorito; los que creen que hablan otras lenguas mejor que los propios nativos. En algunas clases de idiomas se oye (y lo he oído más de una vez esta semana pasada) a alumnos y a profesores decir que algo que ha dicho un nativo está mal dicho, que no se puede decir. Incluso se desaconseja a los alumnos hablar con algunos nativos, porque hablan fatal su propia lengua y no querremos que se nos pegue, por el amor de Dios. Existen alumnos que presumen de corregir a los hablantes nativos de la otra lengua cuando charlan con ellos. No sé a ustedes, pero a mí me parece que corregir a alguien por cómo habla su lengua materna es como ir a una fiesta y decirle al anfitrión que vaya pintas me lleva, que así no se va a una fiesta: absurdo tirando a impresentable.

It’s my party and I cry if I want to. Faltaría más.

Las mariposas de Huelva

*ADVERTENCIA: Es posible que hacia el final se ponga un poco cursi la cosa. Cuando me da la vena, no hay nada que hacer.*

«Algunos corpiños como “filo”, que quería decir amistad y “logos”, que quería decir palabra, abrigaban mucho y permitían variaciones muy interesantes. Ella un día los puso juntos y resultó un personaje francamente seductor: el filólogo o amigo de las palabras. Lo dibujó en un cuaderno tal como se lo imaginaba, con gafas color malva, un sombrero puntiagudo y en la mano un cazamariposas grande por donde entraban frases en espiral a las que pintó alas. Luego vino a saber que la palabra “filólogo” ya existía, que no la había inventado ella.»

    Carmen Martín Gaite, Nubosidad Variable

El fin de semana pasado, la provincia de Huelva se inundó de filólogos a la caza de  fenómenos dialectales, sin más arma que una grabadora y un bloc de notas. Cada año, en la Universidad Autónoma de Madrid, Inés Fernández-Ordóñez organiza un viaje de prácticas gracias al cual los estudiantes de los últimos cursos de Filología Hispánica llevan a cabo el que suele ser su primer trabajo de campo. En cada viaje se escoge una provincia determinada y se cubre su territorio entrevistando a hablantes rurales. Así ocurre desde 1990 y todo este trabajo es en el que se basa el Corpus Oral y Sonoro del Español Rural (COSER).

Por medio de estas entrevistas se obtienen muestras de fenómenos dialectales, que  nos dan una imagen más exacta de qué es el español peninsular y nos permiten entender mejor cómo cambian las lenguas. No me resisto a poner un ejemplo… En español estándar (ya saben, el que recomienda la RAE) y en el que hablamos muchos, ustedes va acompañado de las formas verbales y los pronombres personales de 3ª persona del plural, igual que ellos o ellas:

·      Ustedes márchense a casa.

·      ¿Ustedes han visto la catedral?

·      Cuando les vimos a ustedes…

En rumano, sin embargo, el equivalente de ustedes (en su uso de alocutivo de cortesía; y similar en su origen, ya que significa literalmente ‘vuestra señoría’, mientras que ustedes viene de vuestras mercedes) es dumneavoastră y concuerda con las formas verbales y los pronombres de 2ª persona del plural, igual que vosotros (voi en rumano):

·      Dumneavoastră duceți-vă    acasă.

           lit. ‘Ustedes      marchaos    a casa’

·      Dumneavoastră ați       văzut biserica?

           lit. ¿Ustedes    habéis visto  la iglesia?

·      Când           văd pe dumneavoastră…

           lit. Cuando os veo a    ustedes…

En Andalucía Occidental nos encontramos un estadio intermedio entre ambas situaciones: ustedes algunas veces aparece con verbos o pronombres en 3ª persona del plural y otras, en 2ª persona del plural:

·      ¿Se vais hoy?

·      No sé si ustedes habéis pasado por ahí

·      No sé si ustedes sabrán…

·      ¿Ustedes qué venís haciendo, una encuesta?

Averiguar en qué condiciones aparecen unos u otros nos permite observar en vivo el paso de dos estadios extremos (el español estándar o general y el rumano) y tratar de averiguar cómo se produce dicho cambio.

Por supuesto, estos ejemplos hacen las delicias del dialectólogo en general y de alguno en particular. Sin embargo, el trabajo de campo tiene muchas otras satisfacciones, en absoluto exclusivas del lingüista. A lo mejor ya han notado en alguna otra entrada la euforia con la que regreso de encuestar, abrumada por la amabilidad de las personas que deciden dedicarnos su tiempo y las historias que nos prestan. Ahora imagínense a veinticinco personas invadiendo los pueblos onubenses, cuyas casas suelen tener las puertas entornadas, en una invitación a los vecinos a asomarse, saludar, pedir un poco de hierbabuena, estar de cháchara mientras el potaje humea en la cocina… Veinticinco personas adentrándose en dichas casas, charlando con sus habitantes, aprendiendo sobre tradiciones y costumbres que se pierden, escuchando anécdotas fabulosas, probando frutas en anís o bebiendo agua de manantial… El fin de semana se envuelve en una atmósfera embriagante, mezcla de entusiasmo, fascinación, risas, cansancio… Y a mí, que por no ser gran bebedora no estoy acostumbrada a los efectos de la embriaguez, se me sube rápido a la cabeza y me vienen muchas ganas de pasar una buena parte de la vida así; lejos de la ciudad, charlando en un patio, cogiendo el postre de un árbol y, claro está, cazando mariposas con un sombrero puntiagudo.

¿Estudias, trabajas o qué?

Escribo para llenar un vacío. Que poético, me dirán. Un vacío en su alma, pensarán. Pues no, pero casi, les responderé prontamente. Un vacío léxico[1], que me trae por la calle de la amargura, que, por cierto, es una –o, más bien, muchas– calle de verdad. Explicar un vacío léxico no es tan fácil como parece; entre otras cosas, por razones obvias: faltan las palabras.

Pónganse en situación: son ustedes doctorandos (en cualquier materia) y no viven solos: ya sea con sus padres (lo más probable), con unos amigos o, por qué no, en pareja. Acaban de desayunar y dicen (elijan una opción):

a) Bueno, me voy a trabajar.

b) Bueno, me voy a estudiar.

c) Bueno, me voy a continuar con el desarrollo de mi tesis.

Si usted ha elegido c), miente como un bellaco, así que elija otra. No importa lo muy queridos que sean los cohabitantes de su hogar y lo bien que sepan que ustedes hacen una tesis, obtendrán una de las siguientes respuestas:

a) ¿A trabajaaaaaaaaaaaar?

b) ¿A estudiaaaaaaaaaaaar?

Algún listillo me dirá que ha elegido la d) «Bueno, me voy.» Eso es lo que acabamos haciendo todos. Pero a mí me deja un saborcillo de tristeza; a veces le apetece a uno decir a dónde se va, como todos los demás. Por otra parte, hay algunas situaciones en la vida de uno en las que hace falta especificar la actividad de ese mismo uno.

Lo que intentaba sugerir con este pequeño test tipo SuperPop es que en nuestro querido idioma a mí me falta una palabra que signifique ‘desempeñar las actividades necesarias para el desarrollo de una tesis doctoral’. Creo que lo que hace que dicha palabra no pulule por ahí todavía es la diversidad de tareas que puede suponer hacer una tesis. Así, por actividades necesarias puede entenderse leer, pipetear, pasar el día observando el comportamiento de niños, hacer trabajo de campo, clasificar datos, analizarlos, listar bibliografías o muchas otras cosas.

Sé que no está en mano del común de los mortales inventarse una palabra (el DRAE solo recoge dos palabras con copyright: gas y jitanjáfora) y que el colectivo de doctorandos no se caracteriza por su prestigio, pero hoy quiero hacer un llamamiento a dicho colectivo. ¡Luchemos contra nuestra invisibilidad! ¡Unámonos por nuestro derecho a no tener que explicar qué es una tesis cada poco! ¡Saltemos a la calle! ¡Acampemos en las salas de becarios! ¡Para que dentro de unos meses, «¿Estudias o trabajas?» tenga una TERCERA opción!

Por supuesto, el primer paso es analizar nuestras opciones. La más clara es tesear, que es la que se forma con más naturalidad en la lengua. A mí me parece corta, yo soy más rimbombante, pero tengo algún amigo que la usa de vez en cuando. Por cierto, parece que hay algún otro que la usa con un significado un poco diferente (¿a partir de tesón?). Yo voy a empezar a usar teshacer, que tiene una especie de incorporación de objeto convertido en un pseudoprefijo y además es irregular (Teshago mejor por las mañanas). Aunque mi madre me ha propuesto tesistear, que me gusta, y voy a usarla más en plan coloquial, entre amigos y esas cosas. Si no les gusta ninguna, pero sienten el mismo vacío, cojan otra, junten letras al azar o creen extraños cruces como tesbajar, y cuélenlas siempre que puedan en la conversación, rellenen sus estatus de Facebook y Tuenti con ellas, escríbanlas en sus e-mails a sus directores de tesis, pónganlas como hashtag en sus tuits, invéntense refranes (dando ejemplo: A quien tesea, el ministerio le torea)…Teseen, teshagan, tesisteen… a viva voz.


[1] Un vacío léxico, para los que sigan despistados pensando en poesía, suspiros y dientes como perlas, es un hueco en el vocabulario: la falta de una palabra para designar un concepto.

Y siguieron las tierras astures

Tras cinco o seis noches soñando con curvas, palabras, diptongos, pronombres que aparecen y desaparecen y otros temas típicos, acabo de regresar a casa, renovado mi enamoramiento por el norte de España y tratando de recuperar paulatinamente mi uso pleno del pretérito perfecto compuesto. Antes de ponerme a relatar mi impresiones lingüísticas sobre Asturies, necesito dedicarles un par de párrafos a todas las personas que hicieron de este viaje de campo una experiencia inolvidable y que cada uno de los cientos de kilómetros que recorrí mereciera la pena (el paisaje también ayudó en esto, la verdad sea dicha).

En inglés tienen una expresión que me encanta y para la que no encuentro un equivalente adecuado en español: to spend quality time with someone (lit. ‘pasar tiempo de calidad con alguien’). La expresión implica que este tiempo de calidad hace que «se estreche una relación», pero me imagino que esto ocurrirá de diferentes formas para cada uno. Yo siempre he asociado este quality time a buena conversación, esas en las que aprendes mucho: sobre ti, sobre tu interlocutor y sobre la vida, así, en general. Esta semana que pasé entre Cantabria y Asturias fue una semana repleta de quality time, pasado con muchas personas diferentes, casi todos nuevos conocidos que me trataron como a una vieja amiga.

De Asturias, donde pasé más tiempo que en Cantabria, tengo que nombrar a mucha gente: a María Cueto, que me llevó por el oriente asturiano, a conocer a María Luisa, a Vicenta y a su madre; a Elena del Olmo y su tío Manolo, gracias a los que conocí a la familia Suárez, en el extremo occidental; a José Manuel, Alicia y Juan, que me acogieron en su casa como si fuera de la familia y compartieron conmigo Gijón, la cuenca del Nalón y a José Luis y a Georgina. Gracies a todos los mentados por el tiempo que me dedicaron, tiempo con sello de calidad y denominación de origen.

Hareles el favor de resumir mis impresiones como lingüista acerca de Asturias, el asturiano y sus hablantes y de resistir la tentación de escribir largo y tendido sobre cada día en particular… Asturias tienen una variación lingüística fuera de lo común y extremadamente interesante para cualquier filólogo de lenguas romances. El terreno tiene buena parte de culpa de esta tremenda variación: en pueblos separados por pocos kilómetros (pero por ríos o montañas) encontramos formas de hablar muy diferentes. La experiencia de viajar con una experta como María Cueto que te indica por dónde pasan las isoglosas (las líneas imaginarias que separan dos áreas geográficas por cómo se realiza en ellas un rasgo concreto) no tiene precio, igual que no lo tiene ver que lo que aprendiste de asturiano en un sitio ya no te sirve en el vecino.

El paisaje lingüístico asturiano también se ve determinado por la diglosia: cuando dos variedades lingüísticas conviven en una misma área, es habitual que dichas variedades no se usen en los mismo ámbitos, sino que tengan un reparto «contextual». Fue difícil conseguir que me hablaran en los diferentes asturianos, bables o falas (más bien, solo lo conseguimos a ratos). Esto es, claro, lo más normal y lógico del mundo. En primer lugar, yo no lo hablo y, por lo tanto, parece una cuestión de cortesía elemental no dirigirse a mí en una lengua que me va a costar comprender. Pero muy importante también es el hecho de que el bable se usa con gente que conoces, con la que tienes confianza. Por eso, aunque una forastera como yo insista en que le interesa oír el auténtico asturiano, no es tan sencillo: para oírlo, hay que compartirlo. El bable se parece al quality time con el que empecé hoy: se saborea en compañía y debe ser correspondido.

De viaje por tierras cántabras

En Vega de Pas

Gracias a Carlos Pelayo

Ayer me marché de Madrid en dirección al valle del Pas, cuna de los sobaos –de ahí su apellido–. Era el primer día de la semana que voy a pasar entre Cantabria y Asturias, encuestando para mi tesis. “Encuestar para mi tesis” implica convencer a “nativos de la zona” para que me presten dos horas de su tiempo y las dediquen a describir vídeos: la amabilidad de los informantes hace que no sea tarea imposible. Sin embargo, siempre ayuda tener contactos, por lo que la fantástica entrevista que realicé en Vega de Pas se la tengo que agradecer a Carlos Pelayo (espero que te gusten los sobaos…)

A la emoción de descubrir que en Vega de Pas se oye asina por ‘así’ o  mucha frío, hay que añadir otros alicientes que tiene este tipo de trabajo de campo para los no filólogos: ver gamos a mansalva, ser la única mujer de un bar en el que bullen las partidas de mus o comprar una botella de agua de medio litro + una manzana + tres mandarinas por ochenta y cuatro (84) céntimos (¡CÉNTIMOS!). 

En La Revilla

Gracias a Carlos Sopeña

Por la mañana abandoné los valles del interior en dirección a La Revilla (San Vicente de la Barquera). Esta entrevista tengo que agradecerla más especialmente todavía, pues Carlos Sopeña (un cántabro enamorado de su tierra, si leo bien entre líneas), que me facilitó el contacto, no me conoce más que de la interné y tuvo la inmensa amabilidad de ponerme en contacto con otra tremenda enamorada de su tierra y su habla.

Ahora es cuando, de la descripción, paso a la divagación. Cuando se trabaja con informantes rurales, tratando de documentar un habla con visos de desaparición, lo más común es que el propio informante descalifique su lengua, siendo la frase más típica “Aquí hablamos muy mal.” Todo sea dicho, esta frase suele ir seguida de un “Pero en el pueblo de al lado, peor. ¡Ahí sí que son brutos!” Esto último es naturaleza humana en estado puro. Sin embargo, lo de despreciar la lengua de uno no tiene nada de natural. No nos encontramos con esa idea de que “hablamos mal” (todos y cada uno de nosotros) en toda su crudeza hasta que entramos en el colegio y nos enteramos de que un buen porrón de las cosas que decimos “están mal dichas”, “no se dicen así”, etc. Esto, por supuesto, es radicalmente falso. Nuestra forma de hablar es producto de un largo proceso de aprendizaje de una lengua (o mejor, una variedad muy concreta de una lengua) que está sometida a numerosos procesos de cambio y variación, como todas las lenguas naturales,. Estos procesos de cambio y variación son perfectamente normales y no son síntomas de ninguna degradación del lenguaje, una involución, ni nada por el estilo. Pero de esto ya hablé otro día y no quiero repetirme.

A lo que yo iba. Aunque lo más común es encontrarse con personas a las que les han inculcado una pobre opinión de su lengua materna, de vez en cuando encuentras a un valiente que defiende su forma de hablar con orgullo. Así me ocurrió a mí hoy en La Revilla con Amparo. En los diez primeros minutos de la entrevista me dio una clase magistral de lingüística como pocos profesores universitarios saben hacerlo. Me explicó el paradigma morfológico de sus sustantivos masculinos: “Un perru singular, y plural con –o (perros)”, me ilustró perfectamente el concepto de registro lingüístico, explicándome que escribiría su habla local únicamente en algunos contextos, claramente afectivos (“Si yo escribo, escribo con la o. Pero si estoy escribiendo a alguien especial, puede que use la u”), me describió lo que es un continuum lingüístico (“Cuando los límites de provincias se acercan, se mezclan bastante las formas de hablar. Y vas por Asturias en dirección Galicia y te parece que hablan gallego”) y me mostró que las isoglosas existen («Ellos  –en Asturias– terminan en –ina; dirían la santina, y nosotros, la santuca«). Y no hicieron falta ninguna de estas palabras rimbombantes.

Toda la entrevista está empapada de su amor por su preciosa habla cántabra y de sus esfuerzos por conservarla y hacerla más visible. Ahora que estoy leyendo La conspiración de las lectoras de José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro (muy recomendable, por cierto), sobre las primeras luchadoras por los derechos de la mujer en España, Amparo me ha recordado mucho a ellas. Ustedes creerán que exagero, porque son muy malpensados. Pero les explico por qué creo que no lo hago: la única discriminación que se enseña efectivamente en las escuelas españolas (sin que sea ilegal enseñarla) es la discriminción lingüística. Por supuesto, no contra ninguna de las lenguas cooficiales, porque se armaría la de San Quintín: en este país algunos derechos se tienen en cuenta dependiendo de lo serio que nos parezca el nacionalismo que lo respalde. Pero los profesores no tienen reparos en criticar el habla de sus alumnos, empeñados en que “hablen bien” (me han hablado de niños latinoamericanos cuyos profesores les recomiendan no hablar con sus padres mientras hacen los deberes, para no escribir como ellos hablan. Olé, olé y olé.) Los niños llegan a sus casas corrigiendo a sus padres y a sus abuelos, y sus padres y sus abuelos se sienten orgullosos de lo mucho que aprenden sus hijos. En mi humilde opinión, estaría bastante mejor que en el colegio nos explicaran que nuestra forma de hablar debe adaptarse a la situación y que “lo que está mal dicho” en realidad “no es propio del habla escrita o formal”. Y que nos hablaran de la procedencia de nuestras diferencias lingüísticas. Pero eso va en contra de las buenas costumbres, de los libros de texto que llevan enseñando literatura sin animar a la lectura desde hace décadas y del pequeño académico de la lengua que todos llevamos dentro, pegadito a ese árbitro de fútbol que también tenemos en nuestro interior. Por eso, las personas que se atreven a defender el habla que aprendieron al nacer, en la que se criaron y en la que más cómodos se sienten, me merecen toda la admitación del mundo y me recuerdan a ilustres defensores de derechos no reconocidos. Espero que no pase mucho tiempo hasta que en los colegios e institutos se hable de la diversidad lingüística (dentro de una misma lengua) como una riqueza cultural que debe ser respetada, a ver si dejamos de oír en los pueblos de España: “Aquí se dice esto, pero estará mal”.

Ya para acabar, quería recomendarles a todos ustedes que se den un paseo por cualquiera de estos dos pueblos. Aparte de las bellezas del paisaje cántabro, de sobra conocidas, sus palabras particulares y los sobaos, deben conocer sus posadas. En las dos he estado y las dos son preciosas, están en sitios fantásticos y tienen unos dueños amabilísimos (ambos guardianes de las costumbres del pueblo en que nacieron). Perdonen el espacio publicitario, pero es que… es así.

Supersticiones a diestro y siniestro

Teniendo en cuenta que ayer fue martes y 13, que hoy es el día PI, que estamos bajo una conjunción planetaria espectacular entre Júpiter y Venus y que este año se acaba el mundo (otra vez), no se me ocurre mejor momento para esto:

Cambio lingüístico (supersticioso) en estado puro

Latín:                  dextra           sinistra

Italiano:             destra           sinistra

Francés:             droite           gauche

Rumano:           drept             stângă

Español:            derecha        izquierda

Portugués:        direita          esquerda

Catalán:             dret               esquerra

La asociación de la mano izquierda (siniestra) con los malos agüeros (en la foto, lo que dice el primer diccionario de la RAE, el de Autoridades, sobre la palabra siniestra) es la causa de que las lenguas romances se alejaran del latín (no siempre en sentido estricto: la palabra rumana viene del latín *stancus ‘cansado’) y las unas de las otras para denominar a la mano zurda. Y de que la palabra siniestra nos evoque lo que nos evoca, claro. Para mí, un bonito ejemplo del efecto que tienen los tabúes sobre los hablantes y estos, sobre sus lenguas. Y de cómo a los italianos todo se la refanfinfla, claro.

(Nótese que diestra también fue reemplazada, pero de forma casi homogénea y por una palabra con connotaciones de lo más positivas: directus)

De excursión a las afueras

Una distinción clásica en los estudios sobre la lengua es la de sistema/habla, establecida por el padre de todos los lingüistas, Ferdinand de Saussure, y continuada por el dios de casi todos, Noam Chomsky, en su oposición competencia/actuación. Esta forma de concebir la lengua supone dividirla en dos componentes; uno abstracto e ideal, compuesto por las reglas de la lengua en cuestión (sistema o competencia), y otro formado por las realizaciones concretas de esa lengua (habla o actuación).

La idea de sistema resulta útil para explicar algunas cosas. Por ejemplo, el sistema fonológico del español de Madrid (al menos el mío) consta de 23 fonemas. Sin embargo, cuando un madrileño habla, produce muchos más sonidos: dependiendo de lo que que rodea a un fonema, este cambia. Cada realización diferente de un fonema se llama alófono (esto último lo digo por darme pisto). Así pues, es un hecho interesante que los hablantes de una lengua determinada tienen dificultades para distinguir o producir sonidos de otra lengua, cuando dichos sonidos no son fonemas de su lengua (esto es, no formen parte del sistema), aunque sí dispongan de ese sonido como alófono de otro.

Pongo un ejemplo, por si mi prosa no es lo suficientemente límpida y transparente. Aunque el español tiene un sonido nasal velar [ŋ] (la /n/ de la propia palabra aunque), este es un alófono de sonido /n/ y no un fonema propio (no nos sirve para diferenciar significados). Por eso, a los hispanohablantes nos cuesta oír la diferencia entre sin y sing en inglés; o pronunciar el sonido final de going (aunque solamos añadirle una velar de las que conocemos mejor, como la /g/).

Además del sistema y sus realizaciones concretas (el habla), las lenguas cuentan con una serie de fenómenos que están como en las afueras del sistema (sistema periférico ya estaba cogido). Me refiero a ciertos fenómenos aprendidos (pues son propios de cada lengua), que usamos en contextos que podrían denominarse «lúdicos» (entiéndase todo este párrafo como precedido de un enorme «a falta de mejores términos»). Los habitantes de estos suburbios lingüísticos tampoco nos ayudan mucho a aprender lenguas y esto, como voy a mostrar ahora, es una pena.

En las afueras del español tenemos el sonido que en inglés a veces se escribe sh ([ʃ]): es el que usamos para mandar callar. El sonido que los ingleses a veces escriben con z ([z]) y que los franceses emplean para distinguir pescado de veneno es el que usamos nosotros en la siempre útil vicisitud de imitar el zumbido de una abeja. Sin embargo, esto no suele ayudarnos a pronunciar mejor estas lenguas, como no se cansa de hacernos notar el mundo entero. [Algunas variedades del español sí que tienen /ʃ/ como fonema, es de suponer que otro gallo les cantará.]

Algunas lenguas más interesantes (sin ofender) que el inglés o el francés tienen los llamados clicks o chasquidos. Aquí van algunos ejemplos; el bilabial [ʘ], el dental [ǀ] y el post-alveolar [ǃ] (por cuestiones que escapan a mis dotes informáticas, creo que los vídeos dan bastantes problemas; merece la pena pinchar en los links para verlos, o también pueden escucharlos —no verlos— aquí): click bilabialclick dentalclick post-alveolar.

Si se fijan bien, en español solemos usar el dental para decir que no; llamamos a los animales con el post-alveolar y nos despedimos numerosas veces (sobre todo por teléfono) con el bilabial. Ahora que lo saben, quizá les resulte más fácil aprender a pronunciar el Xhosa, pero me temo que les va a seguir costando horrores diferenciar los distintos chasquidos en el habla corrida…

En las afueras del sistema no viven solo sonidos. Cuando en español le decimos a la vecina: «Qué monísima iba tu hija en la boda. Guapa, guapa», estamos usando la reduplicación para graduar un adjetivo. Este mecanismo es uno de los métodos que usa, por ejemplo, el vasco para determinar el alcance del adjetivo, mientras que otras lenguas, como el indonesio, lo usan para formar el plural de una palabra.

Más interesante (todavía) es un mecanismo de formación de palabras que he notado hace poco. El susodicho mecanismo emplea técnicas propias de un tipo muy especial de lenguas: las de signos. Con estas técnicas me refiero a los que se consideran los rasgos distintivos fonológicos de las lenguas de signos: la forma, la posición y el movimiento de la mano. Combinando las tres hemos creado, por lo menos y hasta donde yo me he dado cuenta, 3 nuevos verbos:

  • Pronunciar decir con el puño cerrado, el meñique y el pulgar extendidos y la mano en la oreja: ‘decir hablando por teléfono’.
  • Pronunciar decir con el puño cerrado, el pulgar hacia arriba y en movimiento y la mano frente al cuerpo: ‘decir escribiendo por teléfono’.
  • Pronunciar decir con los dedos (de una o ambas manos) en movimiento, situados frente al cuerpo: ‘decir escribiendo por el ordenador’.

No estoy segura de que este prodigio de la economía lingüística se dé igualmente con otros verbos de lengua. Me da la impresión de que es más raro con hablar o con charlar; que necesita un verbo en el que se especifique lo que se dice. Esto es interesante, pues indicaría que el modo en que se produce la elocución solo es relevante en cuanto al contenido de dicha elocución y no en cuanto al acto de comunicación en sí mismo.

Muchas de las cosas que he incluido en estas afueras de la lengua suelen considerarse mecanismos expresivos de las lenguas. Supongo que esto es cierto, como es cierto que las lenguas en sí son instrumentos «expresivos». Y es muy posible que a ustedes les parezcan tremendas tonterías, pero a mí me resulta tremendamente sugestivo el hecho de que codifiquemos esas tonterías por medio de mecanismos inequívocamente lingüísticos. Aunque muchas de estas cosas (u otras, como el alargamiento vocálico en diversas situaciones) suelen comentarse en las clases de lingüística, no he leído nada sobre ello (y tampoco parece ser la paralingüística de que habla Wikipedia). Si ustedes conocen algo escrito sobre el tema o se les ocurren más cosillas… ¡Cuenten, cuenten!

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Actualización (26/04/2012): Acabo de descubrir que en el WALS (Atlas mundial de estructuras lingüísticas) hay un mapa y una introducción al uso de los clicks al que me he referido más arriba, ambos de lo más interesantes.
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