¡No preocuparse! Me había tomado unas vacaciones estupendas que he aprovechado para no escribir nada en el blog y bastante de la tesis pero ya estoy de vuelta, así que no cunda el pánico. (No oigo sus suspiros de alivio desde aquí, pero me los imagino…) Y vuelvo con noticias frescas, pues esta semana se ha celebrado en Cádiz el IX Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española (#cihlecádiz, si les interesa). Es un congreso trienal, lo que significa que es un gran acontecimiento para los expertos (y los aprendices, como moi) en Historia de la Lengua. Era mi primer CIHLE y me he quedado entusiasmada. He conocido a grandes personalidades (las celebrities de la filología) y, sobre todo, he hecho muchos amigos nuevos: doctorandos y doctores, profesores y estudiantes… Aunque no se lo crean, el mundo está lleno de filólogos. He aprendido mucho, he apuntado miles de referencias bibliográficas y de ideas y, fundamentalmente, me he reído a carcajadas con chistes solo aptos para filólogos (hay pocas oportunidades al año para hacerlo). Lo he pasado en grande comiendo puntillitas y cazón en adobo viendo a autores de los manuales de obligada lectura de la carrera, oyendo a mis profesores en un contexto diferente (pedazo de área de Historia de la Lengua el de la UAM, no es por na’) y conociendo a toda una nueva generación brillantísima de historiadores de la lengua, de los que solo puedes preguntarte por cuántas conexiones neuronales de más tienen que tener para saber tanto, siendo tan jóvenes. No me voy a poner a hablar de política (te lo prometo, madre), pero creo que si nuestro queridísimo ministro Wert hubiera asistido y podido entender el alcance de muchas de las charlas y lo fantástico de algunas investigaciones, se habría dado cuenta de la barbaridad que supone el tijeretazo en educación, universidad y ciencia. Que igual le estoy sobreestimando, pero bueno.
Pero igual muchos de ustedes no saben bien de qué se encargan los historiadores de la lengua, así que voy a ponerles algunos ejemplos de lo que se ha hablado en Cádiz, para que sepan de qué va la cosa. Había siete sesiones paralelas de comunicaciones, lo que significa que necesariamente te perdías un buen número de charlas al día, pero también que podías elegir entre una oferta de lo más variada. Solo puedo ponerles ejemplos de lo que yo vi (y tengo un sesgo claro hacia la morfosintaxis), pero voy a intentar darles a probar un chupito de cada área tratada.
Igual nunca han pensado en cómo es posible saber cómo se pronunciaba el latín o, para qué irse tan lejos, el castellano medieval. ¡Si solo tenemos textos! ¡Solo letras, ni un sonido! Pues es verdad, sí, pero estos textos están llenos de pistas sobre cómo se pronunciaban. Se conservan manuales de aprendizaje de lenguas o, incluso, manuales de pronunciación de la lengua de uno: en ellos tenemos instrucciones explícitas acerca de los sonidos de las lenguas en otras épocas. La poesía, que puede ser problemática a la hora de estudiar la sintaxis, ya que la rima fuerza muchas veces construcciones poco naturales, es fundamental para estudiar la posición del acento, por ejemplo. O la confusión de grafías, que nos indica que dos sonidos han pasado a pronunciarse igual (igual que ocurre ahora con la be y la uve, fuentes de terrible confusión ortográfica). María Teresa Echenique Elizondo nos habló de todo esto en la ponencia que clausuró el congreso.
El área más conocida y popular de la historia de la lengua es la etimología. Pero se pueden estudiar muchas otras cosas acerca de las palabras, además de su origen. La época en la que aparecieron es una de ellas y Pedro Álvarez de Miranda, académico de la lengua, nos mostró una colección de neologismos recogidos en el siglo XVII por un autor desconocido, algunos de los cuales se le habían escapado al diccionario de la Academia (como desarmonía o regracia). María Antonia Martín Zorraquino nos habló del origen de la interjección “¡Miau”!, usada para mostrar rechazo, más o menos equivalente a “¡Ni hablar!”. Yo nunca la había oído, o eso creía, pues resulta que salía en Antoñita la Fantástica, uno de mis personajes preferidos de pequeña.
No quiero extenderme mucho, porque corro el riesgo de emocionarme y resumirles todas y cada una de las charlas a las que fui (y fueron muchas), pero si no le dedico un párrafo a la morfosintaxis me da algo. ¿Han oído alguna vez quisiendo o tuviendo? Son gerundios que se forman a partir de la forma de los tiempos perfectos (quise o tuve), en vez de sobre el tema de presente (quer- y ten- en este caso) y siempre se ha propuesto que son analógicas (es decir, formadas a partir de otras similares). Enrique Pato y Paul O’Neill propusieron otra hipótesis: que responderían a una tendencia a cierta coherencia morfológica de las formas verbales. Acabo con un tema que a mí (friqui de los pronombres que soy) me parece apasionante: la subida del clítico cuando tenemos una perífrasis verbal (dos verbos juntos, más o menos). Si han estudiado francés, quizá sepan que no se dice On le peut dire, sino On peut le dire. En español, sin embargo, tenemos ambas opciones: Lo podemos decir o Podemos decirlo. Olivier Iglesias nos habló de la frecuencia de cada una de estas opciones desde el siglo XIII hasta nuestros días, tratando de poner orden en el caos.
Si este cocktail de canapés de Historia de la Lengua les ha interesado, les aconsejo vivamente que se suscriban al blog Nosolodeyod, en el que Lola Pons Rodríguez (¿se acuerdan de la nueva generación brillantísima?: pues eso) habla regularmente de Historia de la Lengua, con mucha más gracia, rigor y sabiduría que servidora.
Y ahora les dejo, que me espera una semanita de encuestas de esas que me gustan a mí, por Cádiz, Sevilla y Málaga, ¡y las maletas no se hacen solas!