En Vega de Pas
Gracias a Carlos Pelayo
Ayer me marché de Madrid en dirección al valle del Pas, cuna de los sobaos –de ahí su apellido–. Era el primer día de la semana que voy a pasar entre Cantabria y Asturias, encuestando para mi tesis. “Encuestar para mi tesis” implica convencer a “nativos de la zona” para que me presten dos horas de su tiempo y las dediquen a describir vídeos: la amabilidad de los informantes hace que no sea tarea imposible. Sin embargo, siempre ayuda tener contactos, por lo que la fantástica entrevista que realicé en Vega de Pas se la tengo que agradecer a Carlos Pelayo (espero que te gusten los sobaos…)
A la emoción de descubrir que en Vega de Pas se oye asina por ‘así’ o mucha frío, hay que añadir otros alicientes que tiene este tipo de trabajo de campo para los no filólogos: ver gamos a mansalva, ser la única mujer de un bar en el que bullen las partidas de mus o comprar una botella de agua de medio litro + una manzana + tres mandarinas por ochenta y cuatro (84) céntimos (¡CÉNTIMOS!).
En La Revilla
Gracias a Carlos Sopeña
Por la mañana abandoné los valles del interior en dirección a La Revilla (San Vicente de la Barquera). Esta entrevista tengo que agradecerla más especialmente todavía, pues Carlos Sopeña (un cántabro enamorado de su tierra, si leo bien entre líneas), que me facilitó el contacto, no me conoce más que de la interné y tuvo la inmensa amabilidad de ponerme en contacto con otra tremenda enamorada de su tierra y su habla.
Ahora es cuando, de la descripción, paso a la divagación. Cuando se trabaja con informantes rurales, tratando de documentar un habla con visos de desaparición, lo más común es que el propio informante descalifique su lengua, siendo la frase más típica “Aquí hablamos muy mal.” Todo sea dicho, esta frase suele ir seguida de un “Pero en el pueblo de al lado, peor. ¡Ahí sí que son brutos!” Esto último es naturaleza humana en estado puro. Sin embargo, lo de despreciar la lengua de uno no tiene nada de natural. No nos encontramos con esa idea de que “hablamos mal” (todos y cada uno de nosotros) en toda su crudeza hasta que entramos en el colegio y nos enteramos de que un buen porrón de las cosas que decimos “están mal dichas”, “no se dicen así”, etc. Esto, por supuesto, es radicalmente falso. Nuestra forma de hablar es producto de un largo proceso de aprendizaje de una lengua (o mejor, una variedad muy concreta de una lengua) que está sometida a numerosos procesos de cambio y variación, como todas las lenguas naturales,. Estos procesos de cambio y variación son perfectamente normales y no son síntomas de ninguna degradación del lenguaje, una involución, ni nada por el estilo. Pero de esto ya hablé otro día y no quiero repetirme.
A lo que yo iba. Aunque lo más común es encontrarse con personas a las que les han inculcado una pobre opinión de su lengua materna, de vez en cuando encuentras a un valiente que defiende su forma de hablar con orgullo. Así me ocurrió a mí hoy en La Revilla con Amparo. En los diez primeros minutos de la entrevista me dio una clase magistral de lingüística como pocos profesores universitarios saben hacerlo. Me explicó el paradigma morfológico de sus sustantivos masculinos: “Un perru singular, y plural con –o (perros)”, me ilustró perfectamente el concepto de registro lingüístico, explicándome que escribiría su habla local únicamente en algunos contextos, claramente afectivos (“Si yo escribo, escribo con la o. Pero si estoy escribiendo a alguien especial, puede que use la u”), me describió lo que es un continuum lingüístico (“Cuando los límites de provincias se acercan, se mezclan bastante las formas de hablar. Y vas por Asturias en dirección Galicia y te parece que hablan gallego”) y me mostró que las isoglosas existen («Ellos –en Asturias– terminan en –ina; dirían la santina, y nosotros, la santuca«). Y no hicieron falta ninguna de estas palabras rimbombantes.
Toda la entrevista está empapada de su amor por su preciosa habla cántabra y de sus esfuerzos por conservarla y hacerla más visible. Ahora que estoy leyendo La conspiración de las lectoras de José Antonio Marina y María Teresa Rodríguez de Castro (muy recomendable, por cierto), sobre las primeras luchadoras por los derechos de la mujer en España, Amparo me ha recordado mucho a ellas. Ustedes creerán que exagero, porque son muy malpensados. Pero les explico por qué creo que no lo hago: la única discriminación que se enseña efectivamente en las escuelas españolas (sin que sea ilegal enseñarla) es la discriminción lingüística. Por supuesto, no contra ninguna de las lenguas cooficiales, porque se armaría la de San Quintín: en este país algunos derechos se tienen en cuenta dependiendo de lo serio que nos parezca el nacionalismo que lo respalde. Pero los profesores no tienen reparos en criticar el habla de sus alumnos, empeñados en que “hablen bien” (me han hablado de niños latinoamericanos cuyos profesores les recomiendan no hablar con sus padres mientras hacen los deberes, para no escribir como ellos hablan. Olé, olé y olé.) Los niños llegan a sus casas corrigiendo a sus padres y a sus abuelos, y sus padres y sus abuelos se sienten orgullosos de lo mucho que aprenden sus hijos. En mi humilde opinión, estaría bastante mejor que en el colegio nos explicaran que nuestra forma de hablar debe adaptarse a la situación y que “lo que está mal dicho” en realidad “no es propio del habla escrita o formal”. Y que nos hablaran de la procedencia de nuestras diferencias lingüísticas. Pero eso va en contra de las buenas costumbres, de los libros de texto que llevan enseñando literatura sin animar a la lectura desde hace décadas y del pequeño académico de la lengua que todos llevamos dentro, pegadito a ese árbitro de fútbol que también tenemos en nuestro interior. Por eso, las personas que se atreven a defender el habla que aprendieron al nacer, en la que se criaron y en la que más cómodos se sienten, me merecen toda la admitación del mundo y me recuerdan a ilustres defensores de derechos no reconocidos. Espero que no pase mucho tiempo hasta que en los colegios e institutos se hable de la diversidad lingüística (dentro de una misma lengua) como una riqueza cultural que debe ser respetada, a ver si dejamos de oír en los pueblos de España: “Aquí se dice esto, pero estará mal”.
Ya para acabar, quería recomendarles a todos ustedes que se den un paseo por cualquiera de estos dos pueblos. Aparte de las bellezas del paisaje cántabro, de sobra conocidas, sus palabras particulares y los sobaos, deben conocer sus posadas. En las dos he estado y las dos son preciosas, están en sitios fantásticos y tienen unos dueños amabilísimos (ambos guardianes de las costumbres del pueblo en que nacieron). Perdonen el espacio publicitario, pero es que… es así.