Hierven los mentideros con los atrevimientos de la RAE.
– ¡La RAE acepta friki!
– Ahora ya podré andar por casa en gayumbos tranquilamente.
– Yo llevo desde abril, caballero. ¡Este calor es indecente!
La estrella de la noticia ha sido la nueva acepción de matrimonio.
– ¡Albricias! ¡Hurra! ¡Ijujú! La RAE zanja el debate, la igualdad llega al diccionario.
– Es el fin de la discriminación. ¡Así se acaba con todo un ideario!
Por algún motivo que se me escapa, cada vez que la RAE acepta una nueva palabra, surge una ola de indignación que ríete tú del 15-M. Que a dónde vamos a llegar; que si estamos locos; que dentro de poco aceptarán cocreta; qué barbaridad, ¡culamen dice! Es curiosa esa imagen de la RAE, como institución todopoderosa, cuyas decisiones nos resultan a veces difíciles de comprender, pero que acabaremos acatando; para disfrutar de esa sensación de superioridad de corregir al pobrecillo que no sabe que solo ya no lleva acento. Le cedemos sumisamente a la Academia el poder de crear y difundir palabras que nos corresponde como hablantes y quedamos a la espera de que nos digan cuál es la línea que separa el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto, lo coloquial de lo que no lleva marca azul. Sus enseñanzas se cristalizan en un libro gordo y de tapas duras (ya con versión online), que tiene el extraño poder de dictar lo que existe y lo que no, aunque eso desemboque en la paradoja de oír a diario cosas que no existen (las PONI –Palabras Oídas No Identificadas–, que deben pasar un duro examen académico para demostrar que no son imaginaciones de un granjero de Texas). Ahora que lo pienso, todo esto me recuerda vagamente a algo…