Alegato a favor de esas malditas comas

Estaba yo desesperada porque no me venía la inspiración para escribir mi entrada de junio (es un propósito de año nuevo: escribir al menos una entrada al mes) y han venido Isabel Díaz Ayuso y Toni Cantó a mi rescate. La primera le ha creado al segundo una tal Oficina del Español para que este la dirija y Cantó ha tenido a bien agradecérselo con este tuit:

Claro, si te dan un puesto en lo que tiene pinta de chiringuito público, suele ser mejor que no metas la gamba en el primer tuit que pones y Cantó ha colado un par de comas entre el sujeto y el predicado («la izquierda y el nacionalismo que la arrinconan, no han querido aprovecharlas» y «Madrid, lo hará») y se ha comido las del vocativo («Gracias, @IdiazAysuso, por la confianza»). Triple pecado comil en un tuit. En Twitter ya hay dos facciones, como no podía ser de otra manera: los que se ríen de Cantó por no saber usar las comas (e ir a dirigir algo llamado Oficina del Español) y los que explican que las comas tampoco son tan importantes y que hay muchas otras cosas interesantes de la lengua. Y yo, por fastidiar, no estoy de acuerdo con ninguna de las dos facciones.

Bueno, la primera facción es que me da igual. El que haya puesto bien todas sus comas que tire la primera piedra. Y el que las haya puesto todas mal… que le mande el CV a Ayuso.

Para explicar la segunda facción tenemos que explicar algunas cosas. La primera es la diferencia entre lingüística descriptiva y el prescriptivismo lingüístico. La lingüística descriptiva es, nada más y nada menos, la forma de acercarse científicamente a la lengua. Parte de la base de que cualquier producción lingüística de los hablantes es un objeto de estudio válido. Faltaría más, pensará usted. Pero, sobre todo en épocas pretéritas, el estudio científico de la lengua se mezclaba con posturas prescriptivistas, que son aquellas que sancionan unas formas como normativas o correctas y otras como incorrectas. El acercamiento prescriptivista es aquel con el que están más familiarizados la mayoría de los hablantes, pues es lo que se enseña en las escuelas: «esto es correcto, esto no lo es», etc. Ya expliqué una vez por qué esta idea de (in)corrección es inadecuada, que tiene que ver con el hecho de que la lengua no la ha inventado nadie, sino que la hacemos entre todos, siguiendo principios comunicativos de validez probablemente universal. Pero también explicaba por qué la ortografía es distinta: la ortografía sí es un invento consciente y reflexivo (muy reflexivo, basta echarle un vistazo a la Ortografía de la Lengua Española de 2010, que es un currazo). Este invento tiene el objetivo de facilitar la lectura, es decir, la interpretación de un texto escrito. ¿Por qué hace falta facilitar la lectura? Pues porque la escritura se diferencia de la lengua hablada en dos aspectos importantes: 1) tiene muchas carencias, ya que le falta contexto, entonación, acompañamiento gestual, etc. y 2) presenta estructuras sintácticas mucho más complejas: subordinación más frecuente, muy elaborada, etc.

Por eso las comas y, en general, las normas de puntuación son importantes. Hay que admitir que la puntuación en español es extremadamente compleja, pero, en mi opinión, también es una excusa maravillosa para enseñar sintaxis. Las comas, contrariamente a lo que piensa la mayoría de la gente, no sirven para señalar pausas. O no mayoritariamente. Las comas sirven para delimitar elementos sintácticos que interrumpen una oración, como los incisos: «Te confieso, con cierto arrobo, que me ha venido fenomenal esta polémica». También sirven para delimitar constituyentes que podríamos llamar periféricos. Por ejemplo, mientras que las subordinadas sustantivas no se separan con una coma: «Pensaba que no cumplía mi propósito», muchas de las adverbiales sí: «Aunque me estaba estrujando el cerebro, no se me ocurría nada». Las oraciones sustantivas vienen requeridas por el verbo (u otro elemento), pero las adverbiales no están exigidas y además se refieren generalmente a toda la oración. Con los adverbios se ve muy claro: «Lo hizo lamentablemente» y «Lo hizo, lamentablemente» no significan lo mismo: mientras que el primer lamentablemente es un adverbio de modo referido al verbo, el segundo evalúa toda la oración y, por tanto, está más lejos estructuralmente del verbo (el ejemplo es de la RAE). Otro de mis ejemplos favoritos son las comas en las oraciones de relativo. No es lo mismo «El post, que me ha costado tanto, ya ha salido» que «El post que me ha costado tanto ya ha salido». En el primer caso, la oración entre comas es explicativa: estoy hablando de un post que ya tenemos identificado, solo añado información extra sobre él. En el segundo caso, la oración de relativo es restrictiva o especificativa: hemos hablado de más de un post y el que ha salido es el que me ha costado tanto.

Las comas tienen muchos otros usos: como decía, las reglas de puntuación del español son complicadillas. Pero, quitando casos como las enumeraciones («Necesitaremos pan, leche y huevos») o la omisión del verbo («Yo cojo la leche; tú, el pan y los huevos»), diría que la lógica detrás de la mayoría es la misma: delimitar las cosas que no están en su sitio o que no pertenecen a la esfera más cercana del verbo (o de otros núcleos). Sintaxis pura y dura, vamos.

¿Es terriblemente grave que la gente ponga mal sus comas en Twitter o en WhatsApp? ¿Dejaremos de comprendernos? No. En absoluto. ¿Entones las comas no sirven para nada? No, en absoluto. Un cambio que han traído Internet y los teléfonos móviles a nuestras vidas es que ahora escribimos a todas horas y, además, escribimos conversaciones. Estas conversaciones están mucho más próximas a la lengua hablada: suelen estar ancladas a un contexto y, además, presentan poca complejidad sintáctica (frases cortas, poca subordinación, etc.) Por eso un uso no normativo de la puntuación tiene poca importancia y no impide la comprensión. Es más, hemos inventado otras maneras de expresar cosas que antes no se codificaban en la escritura, porque esta no se usaba generalmente para las conversaciones: tenemos emojis, tenemos mayúsculas para gritar, tenemos asteriscos para indicar autocorrecciones… Pero prueben ustedes a leer un trabajo académico en el que las comas han sido desperdigadas al tuntún. Cada dos por tres tendrán que pararse y releer las frases para entender qué se quería decir, colocando mentalmente las comas en su sitio, descifrando estructuras sintácticas a partir de pistas falsas.

Las comas tienen su razón de ser, su corazoncito. Desde luego, no van a salvar el español ni van a hacer a Madrid capital europea del español, signifique eso lo que signifique. Pero le hacen la vida más fácil al lector de textos complejos y, no sé, diría que todos los que escribimos textos complejos queremos hacerle la vida más fácil al lector. Aparte de que son una excusa maravillosa para hablar de sintaxis. ¡Que vivan las comas!

P. D.: La coma también tiene una vertiente prosódica, que sirve sobre todo para diferenciarla del punto y coma o de los dos puntos: mientras que la primera sigue a entonaciones ascendentes, los dos últimos aparecen tras entonaciones descendentes. Pruebe, pruebe. Y también tienen usos más arbitrarios, «estilísticos». Por ahí arriba he colado algún par mínimo… 🙂

El lenguaje (que sí es) inclusivo

Este blog comenzó hace casi exactamente diez años con un post sobre el lenguaje inclusivo. Aunque sigo viendo la cuestión de fondo de la misma manera (es decir, no me importa que el masculino sea el género no marcado y sigo usándolo como tal), sí he cambiado mi actitud hacia el tema, entre otras cosas gracias a conversaciones con personas inteligentes, que me han hecho ver otros puntos de vista. Ahora ese post lo escribiría con otro tono, seguramente. Algunas de esas personas me han hecho ver que al lenguaje inclusivo se le da más caña institucional que a muchas otras prácticas discursivas que definitivamente embarran el lenguaje. Para muestra, un botón de la jerga pedagógica:

Como elemento aglutinador prevalece el empleo de tecnologías para reforzar la productividad y la calidad, tanto en procesos como en resultados. La orientación específica del Máster consiste en la mejora de la ejecución práctica de productos y servicios interlingüísticos, especialmente aquellos en los que se encuentren concernidos las aplicaciones informáticas y los procesos de gestión. Se pretende que los egresados alcancen un nivel avanzado de formación y con capacidades para la ejecución de tareas, al mismo tiempo que desarrollen una capacidad de análisis y de orientación a la calidad.

Les juro que no me lo invento.

Otras personas me han presentado los desdoblamientos (los ciudadanos y las ciudadanas, los niños y las niñas, etc.) no como una cuestión de inclusión, sino de visibilización. Aunque, que yo sepa, está por ver si esta visibilización lingüística tiene efectos relevantes en nuestro comportamiento, me parece un matiz importante, puesto que no niega la realidad de que el masculino genérico puede incluir a todo el mundo, independientemente de su identidad sexual, sino que pretende recordarnos, por medio de la mención explícita, que dentro de ese masculino también hay un femenino.

¿Y por qué retomo el tema diez años después? Pues, claro, por la cuestión de la –e, que está desde hace unas semanas en el candelero a raíz de un acto de Irene Montero durante la tranquila y agradable campaña electoral madrileña. La ministra empleó consistentemente “desdoblamientos triples” (¿destriplamientos?), con el morfema masculino en –o, el femenino en –a y, para acabar, con el morfema –e, que podríamos llamar neutro, enseguida explico en qué sentido. A riesgo de parecer la equidistante de extremo centro que soy les diré que tanta pereza me dan los desdoblamientos como fundamental me parece este morfema –e. Y les cuento por qué.

El español, como todos ustedes saben, tiene dos géneros gramaticales: el masculino y el femenino. Los sustantivos, los adjetivos, los determinantes y los pronombres tienen flexión de género, lo que significa que estamos mencionando el género gramatical constantemente. En los sustantivos que se refieren a personas —salvo los epicenos—, el género gramatical está asociado a un significado sistemático: el masculino se emplea para referirse a los hombres y el femenino, a las mujeres. Es decir, este significado parte de un reparto binario de los seres humanos: considera dos únicas categorías. Pero, como sabemos de sobra a estas alturas de la vida, este reparto es insuficiente, porque hay personas que no encajan dentro de estas dos únicas categorías. Y, cuando queremos hablar de alguna de estas personas, el español hasta hace poco nos dejaba en la estacada cada dos por tres, porque cada dos por tres necesitamos poner un morfema de género.

Es decir, tenemos una nueva realidad (o hemos tomado nueva conciencia de una realidad no tan nueva) y necesitamos adaptar la lengua para referirnos a ella: igual que cuando acuñamos las palabras ordenador, mileurista o tuitero para referirnos a cosas que eran nuevas o habían adquirido relevancia social. Si nuestra lengua solo tiene dos géneros y vamos a necesitar hablar de por lo menos otro más, necesitaremos un tercer género que nos lo permita.

A este nuevo género tiene sentido llamarlo neutro, no porque se refiera a personas neutras, sino porque es como suele llamarse al tercer género, que no es ni masculino ni femenino. El morfema –e como índice de este tercer género es seguramente el más adecuado desde el punto de vista de la estructura del español, por la simple razón de que las tres terminaciones vocálicas más comunes dentro del paradigma nominal son la –a, la –o y la –e y las dos primeras ya están cogidas. Es verdad que la –e a veces es morfema de masculino (jefe/a), pero la lengua está llena de morfemas que pueden tener más de un valor. El mayor jaleo se da en el sistema pronominal átono, donde le pasa a usarse en las funciones del objeto directo, pero esto es algo que llevan haciendo los hablantes de Castilla occidental, muchos de sus vecinos y un montón de hablantes americanos siglos ha (le veo en vez de lo/la veo).

Algunos objetan a este razonamiento que el léxico es una cosa, pero que cambiar la gramática es ir demasiado lejos. El léxico es una cosa y la gramática es otra, sí, pero las dos están en permanente cambio. Nuestro futuro de indicativo (iré), que creamos nuevecito (el latín no lo tenía) cada vez es menos futuro, porque tenemos una perífrasis (voy a ir) que le va ganando terreno. Los tiempos compuestos (he cantado, había cantado, etc.) eran muy distintos antes del siglo XV y no se han estado quietecitos desde entonces: en el español andino han adquirido valores evidenciales. Parece que cada vez usamos más el cruce léxico para formar nuevas palabras (amigovio, juernes). Hace veinte años puto solo era un adjetivo, cuando ahora podemos decir me puto encanta tranquilamente, usándolo como adverbio, y ojalá solo admitía verbos en subjuntivo, mientras que ahora ojalá estar en Roma viendo ganar a Nadal es una oración habitual para muchos.

Echando un ojo a lo que se dice acerca de este morfema –e veo que se mezclan muchísimas cuestiones, porque puede emplearse para muchas cosas distintas. Algunos creen que debería ser el nuevo género no marcado, a los que otros responden “que ya tenemos uno”. Otros lo añaden a los desdoblamientos, lo cual es el terror de los defensores acérrimo de la economía del lenguaje. Y es verdad que, para estos casos, la –e no es necesaria (lo que no significa que no deba usarse, cada uno que haga lo que quiera), porque la lengua ya cuenta con recursos para para asegurar que los usos genéricos son inclusivos. Pero la –e es el único mecanismo que tiene la lengua para referirse concretamente a las personas que no se identifican con uno de los dos géneros tradicionales, ya sea en singular o en plural. Y si usted conoce a alguna de estas personas querrá poder hablar de ellas y querrá que ellas puedan hablar de sí mismas. (O, con concordancia ad sensum: Si usted conoce a alguna de estas personas querrá poder hablar de elles y querrá que elles puedan hablar de sí mismes.)

De hecho, la RAE había incorporado el pronombre elle a su Observatorio de palabras, donde recoge información provisional sobre palabras recientes no incluidas en el Diccionario. Lamentablemente, en lo que parece un ejercicio de cobardía, decidió eliminarla porque “generaba confusión”: si la RAE tuviera que eliminar de su página web todo lo que genera confusión no sé cuánto iba a quedar, empezando por ese “La presencia de un término en este observatorio no implica que la RAE acepte su uso”, porque vaya usted a saber lo que significa que la RAE acepte un uso. (Nada. No significa nada.) La RAE hace bien en no quitar acepciones peyorativas que están en uso solo porque algunos se quejen, pero no hace bien en eliminar elle de su Observatorio —que deja muy claro que no supone una inclusión en el diccionario— porque otros se echen las manos a la cabeza.

La descripción del Observatorio de palabras, según la propia RAE

Yo creo que veremos elle en el Diccionario antes de lo que creemos. Porque la lengua nos sirve para hablar de la realidad y la realidad es la que es. Y, por cierto, eso hará que los famosos desdoblamientos dejen de ser inclusivos. ¡La de disposiciones adicionales únicas que habrá que cambiar!

Actualización (18 de mayo de 2020)
Rara vez no apruebo comentarios a las entradas. Esta vez voy a hacer una excepción y no voy a aprobar aquellos comentarios que insulten o patologicen a las personas no binarias. Creo que se puede discutir el tema en otros términos.

El gusto de la sintaxis

Conozco a muy pocas personas que empezaran a estudiar una Filología interesadas por la lingüística y, mucho menos, la sintaxis. La mayoría de los que acabamos la carrera apasionados por el estudio de la gramática habíamos entrado “por la literatura”, que viene queriendo decir que nos gustaba leer o, incluso, escribir. Y es que no es fácil apasionarse por la sintaxis en el colegio o el instituto, donde se enseñan reglas y categorías que sirven para analizar frases, pero no a reflexionar sobre la naturaleza de esas reglas y categorías. El análisis sintáctico convertido, en el mejor de los casos, en un mero pasatiempo que se resuelve con la aplicación mecánica de algunas reglas. En el peor, en una tarea que el alumno ni sabe resolver ni sabe para qué debe resolver. Así es muy difícil encontrarle el gusto, la verdad.

Pero el gusto está ahí y algunos se lo acabamos encontrando cuando empezamos a entender de dónde salen esas reglas y lo que significan. Es más, lo acabamos disfrutando todos los días de nuestra vida. Transmitir esa fascinación es gran parte de la tarea del docente y, como tal, me preocupa dejar de saber hacerlo un día porque pase a darla por sentado. Las notas que siguen en realidad son para mi yo futuro, pero compartir es vivir.

Todos los seres humanos, salvo que hayan nacido con graves problemas cognitivos o en circunstancias dramáticas de privación social, guardan en su cerebro una lengua entera. Esta lengua consiste, a grandes rasgos, en buen montón de palabras y un considerable número de reglas. Las palabras se agrupan en categorías, es decir, en grupos con comportamientos similares, que siguen algunas de las reglas y no otras. Todos los cerebros humanos, independientemente de si el portador del cerebro sabe escribir o no, de si ha ido al colegio o no (e incluso de si oye o no, pues también hay lenguas de signos) contienen un sistema lingüístico completo, plenamente funcional, compuesto de categorías y reglas. Esto significa que “el cachorro humano” llega al mundo con herramientas para ir generando todo un sistema lingüístico a partir de lo que escucha y ve. Pausa para asimilar esta barbaridad.

Por lo tanto, que una palabra sea un sustantivo, un adjetivo o un verbo no es un invento, sino una generalización descriptiva a la que han llegado los lingüistas observando su comportamiento: analizando el uso que hacen los hablantes de las palabras. Los verbos, por ejemplo, son las únicas palabras del español que flexionan según el tiempo y el modo: esto hace que las podamos juntar en una categoría. ¡Pero no todos los verbos son iguales! Algunos pueden aparecer en la voz pasiva, haciendo del objeto el sujeto. Por ejemplo:

Voz activa: Una científica
americana descubrió la vacuna
Voz pasiva: La vacuna fue descubierta por una científica americana. ✅

Otros verbos no lo permiten esto, porque no tienen objeto:

Voz activa: La científica estornudó
Voz pasiva: Fue estornudado. ❌

Así, podemos hacer una división entre verbos transitivos (con objeto directo, que pueden aparecer en voz pasiva) y verbos intransitivos (sin objeto directo y que no pueden aparecer en la voz pasiva). Y también podemos darnos cuenta de que algunos verbos no encajan plenamente en estas reglas:

Voz activa: Tuvieron cuatro hijos
Voz pasiva: Cuatro hijos fueron tenidos. ❌

Aunque tener tiene un objeto directo, rechaza la pasiva. ¿Qué pasa aquí? Quizá nuestra regla de la pasiva (“los verbos con objeto directo pueden tener voz pasiva”) no es suficiente. O quizá no lo sea nuestra categorización de los verbos en transitivos e intransitivos y haya más tipos. Otra opción es que las categorías gramaticales no sean completamente estancas, sino que tengan fronteras difusas, ni las reglas tengan validez universal, sino que puedan incumplirse: vamos, que haya verbos más prototípicamente transitivos que otros. Tratando de dilucidar estas cuestiones disfrutamos como enanos los lingüistas, que lo que queremos es entender qué pinta tiene ese sistema lingüístico que guardamos en nuestro cerebro.

Otra cosa que hace apasionante a la lingüística es que la lengua tiene tanto un componente individual (como digo, cada uno de nosotros tiene por lo menos una lengua metida en el cerebro) y un componente social: dentro de comunidades concretas, esas lenguas individuales son lo suficientemente parecidas como para entendernos los unos a los otros. En ese sentido, no hay una única lengua española, sino una enorme cantidad de lenguas españolas que se organizan socialmente (dialectos, sociolectos) y que, en último término, tienen realidad individual. Pausa para asimilar esta barbaridad.

Además, las lenguas no son inmutables. Cada una de las lenguas individuales puede sufrir cambios y, cuando estos cambios ocurren en muchas lenguas individuales, la lengua como entidad social cambia también. ¿Y por qué sufren cambios? Pues porque nuestro cerebro está diseñado para generalizar (y sobregeneralizar) continuamente. Por eso incluso cada pequeño lapsus nos permite entender algo del funcionamiento del cerebro. Cuando alguien dice convenzco en vez de convenzo, su cerebro ha hecho una analogía entre convencer y otros verbos que acaban en –cer, pero tras una vocal (nacer – nazco, crecer – crezco): se ha pasado en su generalización. Cuando alguien dice con sí mismo en vez de consigo mismo sabemos que su cerebro ha sobregeneralizado la regla de que tras preposición va el pronombre tónico, que es este caso es (de sí mismo, a sí mismo, por sí mismo). La preposición con, con algunas personas gramaticales, es una excepción a la regla y debido a una interesantísima evolución latina tenemos conmigo, contigo y consigo. No hay nadie a quien no le ocurra, en un momento de cansancio, un lapsus “gramatical”. Esto indica que nuestro cerebro funciona de dos maneras: recordando cosas que ya ha oído y aplicando reglas que tiene interiorizadas. Las excepciones las tenemos memorizadas, pero a veces la regla es más rápida. Pausa para asimilar esta barbaridad.

Por último, cada lengua del mundo tiene un sistema gramatical único. En cada uno de ellas encontramos categorías nuevas o una combinación única de reglas, por ejemplo. Las diferencias entre lenguas, por ejemplo, pueden ser indicativas del efecto del entorno en la lengua. Por ejemplo, la etnial tzeltal vive en los Altos de Chiapas, territorio caracterizado por una pendiente inclinadísima (hay una diferencia de 750 m de altitud entre la parte sur y la norte). En su lengua (la lengua tzeltal), en vez de decir algo como el lápiz está a la derecha de la botella dirían el lápiz está cuesta arriba de la botella (te lapsis ay ta ajk’ol yu’un te limite, concretamente), porque el sistema de términos espaciales de su lengua bebe de su entorno.

Y, sin embargo, las lenguas del mundo presentan muchas similitudes, incluso si se hablan en continentes distintos y no tienen ninguna relación entre sí. Por ejemplo, ¿se acuerdan de todos esos tipos de se que tiene el español? Los tipos de se, ¡la pesadilla del adolescente! Pues lenguas cuyos pronombres reflexivos tienen funciones similares las hay a patadas. Esto nos muestra que existen relaciones semánticas entre el significado reflexivo (mirarse en el espejo), el recíproco (darse un abrazo), la intransitivación (levantar algo – levantarse; romper algo – romperse), la pasiva (se percibe vuestra respiración contenida desde aquí), etc. Los “ses” de esas lenguas han ido estirando su significado en la misma dirección porque los cerebros de los hablantes detectan esas relaciones semánticas. Pausa para asimilar esta barbaridad.

En fin, que el análisis sintáctico consiste, nada más y nada menos, en averiguar el funcionamiento de esa auténtica barbaridad que es la lengua humana. Ojalá consigamos que más gente le encuentre el gusto.

Concordancia y sentido

Ya saben que en este blog sostenemos una postura contraria a corregir la manera de hablar de los demás, algo en lo que, como muchos otros filólogos, practicamos la fe del converso. La verdad es que entristece ver que se usa la mal llamada corrección lingüística para atacar al adversario político (especialmente en un momento en el que cualquier adversario político es fácilmente criticable por su pobreza de contenido). En los últimos días ha sido tendencia en mi timeline de Twitter escandalizarse ante la concordancia de sentido (también llamada ad sensum), primero a raíz de un tuit de Errejón que rezaba:

Errejón escribe una tontería (¿con tintes antieuropeístas?) y el escándalo es que pone el verbo en plural (llegan) para un sujeto singular (gente). Así estamos. Pero vayamos a lo nuestro. ¿Es gente un sujeto singular? Pues sí y no. Gente es un sustantivo formalmente singular, pero semánticamente plural: la RAE lo define como ‘pluralidad de personas’. Esto justifica que los hablantes generemos dos posibles concordancias, pues nuestro cerebro encuentra información contradictoria respecto al número. Este es el momento en el que nos preguntamos “pero ¿para qué diantres sirve la concordancia?”. La concordancia es un mecanismo de cohesión textual y sirve para retomar parcialmente un referente que ya se ha mencionado: al especificar algunos rasgos (género, número, persona) de algo que ya hemos mencionado reactivamos ese referente en la mente del oyente, lo que le ayuda a no perderse.

Por eso la concordancia de sentido (también llamada concordancia semántica) es más frecuente cuanto más alejado está el verbo del sujeto: porque el significado (el sentido) ofrece más garantías de reactivar correctamente el referente adecuado que la forma cuando hay desacuerdo entre ambas. Así, incluso a la RAE le parecen bien oraciones como La gente llega a Madrid y lo primero que hacen es tomarse una caña. Si la concordancia no se produce con el verbo, sino con un pronombre, hasta solemos preferir que el pronombre sea plural: ¿qué les suena mejor: La gente está harta de que los políticos le echen la culpa a ella o La gente está harta de que los políticos les echen la culpa a ellos?

La concordancia de sentido tiene una base cognitiva tan natural que se considera un universal del habla, es decir, algo que nos pasa a todos, en todas las lenguas. Además, la mayoría de estudios sobre el español observan que gente es el sustantivo que más frecuentemente genera la concordancia de sentido. Esto tiene que ver, seguramente, con el hecho de que este sustantivo sirve para introducir sujetos indefinidos, de cuya identidad no estamos muy seguros, y el español usa la tercera persona del plural en contextos similares: hay poca diferencia entre Dicen que hay mucho madrileñocentrismo y La gente dice que hay mucho madrileñocentrismo. En fin, que el tuit de Errejón entra —gramaticalmente— dentro de lo normal.

Unos días después del tuit de Errejón se pasea por mi timeline una captura de pantalla de un tuit de 2016 de una periodista y activista (que ha borrado el tuit desde entonces, así que me reservo su nombre). La captura venía en un tuit en el que otra vez se criticaba la concordancia entre el sujeto formalmente singular (la izquierda actual) y el verbo plural (sabemos). Nunca es tarde para criticar si la concordancia es de sentido.

Haciendo autocrítica, siento que la izquierda actual no sabemos llegar a la gente currante, hablamos desde nuestra élite intelectual…

En este caso la concordancia se da en plural y en primera persona, lo que lo hace todavía más interesante. ¿Por qué? Pues porque entre llega gente y llegan gente no hay diferencia de significado, ya que la pluralidad expresada por el verbo ya está contenida en el sustantivo. Pero entre la izquierda actual no sabe y la izquierda actual no sabemos hay una diferencia fundamental: solo la segunda incluye inequívocamente al hablante. Aquí hasta la RAE abre la mano y dice que esto es normal en “el español coloquial”. En realidad, lo que es normal en el español coloquial es llegan gente, mientras que la izquierda no sabemos es la mejor opción para expresar el significado buscado desde el punto de vista de la famosa economía del lenguaje. Una alternativa sería decir la izquierda actual, en la que me incluyo, no sabe…, pero ya se sabe que la norma es muy partidaria de ahorrar fonemas y palabras.

De hecho, con sujetos nominales plurales la RAE indica que la concordancia puede realizarse en cualquier persona (los ciudadanos {se vacunan / nos vacunamos / os vacunáis}). Algo parecido se aplica a los pronombres indefinidos singulares, para los que la Academia aprueba la concordancia en tercera de singular (cualquiera se vacuna; ninguno quiere esperar) o en primera o segunda de plural, porque “resulta necesario para dar a conocer la implicación del hablante o el oyente en la situación que se menciona” (NGLE 2009: 22.9h): cualquiera nos vacunamos; ninguno queréis esperar. Recluir a la coloquialidad el mismo patrón con los sustantivos singulares con interpretación plural no parece estar justificado. (La concordancia del tipo ninguno quieren esperar, en plural, también es solo coloquial, aunque la RAE ni la contempla, si no me equivoco.)

La concordancia gramatical es uno de esos ámbitos de la gramática que nos fascina a los lingüistas, porque abre una ventanita al cerebro de los hablantes. ¿No es bonito pensar en esas (muchísimas) cosas que todos nuestros cerebros comparten? Creo que percibir esa belleza ayuda a resistir a la simplificación que es rechazar de plano todo lo que hace y dice el que no piensa como nosotros. Regocijémonos en eso tan humano que es concordar por el sentido. Luego ya veamos si la cosa tiene sentido y si concordamos o no con el que la dice.

¿Debe hacer la lingüística una moción de censura a la filología?

Un día como hoy de hace 152 años nació Ramón Menéndez Pidal, padre de la filología española. La filología es esa disciplina que busca entender un texto escrito en toda su plenitud, para lo que se necesita comprender su contexto histórico, literario y textual, además de conocer bien las características de la lengua del autor y de la época. Entre otras muchas cosas, Menéndez Pidal puso los fundamentos de nuestro conocimiento sobre la historia y formación de la lengua española, la épica medieval y el Romancero, creando un edificio del saber sobre el que seguimos trabajando hasta hoy mismo. Revisándolo y mejorándolo, claro está, pero siempre apoyados en los andamios que montó don Ramón. En palabras de su nieto, Diego Catalán (y director de tesis de mi directora de tesis, añado), esto fue posible gracias a su «utilización del utillaje intelectual desarrollado por la ciencia” humanística puntera en la Europa del último tercio del XIX, la filología”» (las comillas son suyas; su interpretación, vuestra).

A 13 de marzo de 2021 esa ciencia puntera en el XIX se ve a veces como algo viejuno, lo que no sorprende en una época en la que para rebatir un argumento nos basta con llamar boomer al que lo sostiene. Un ejemplo de esa percepción de viejunez: la Filología Hispánica que yo estudié cambió de nombre con la reforma de Bolonia y adoptó el de Estudios Hispánicos, que es mucho más moderno, como todo lo anglo. Pero hay que admitir que el plan de estudios que yo seguí ya no era muy filológico: la separación entre lingüística y crítica literaria era palmaria, reflejo de cómo funciona hoy en día el grueso de la investigación en estos campos. La filología se ha ido quedando arrinconada como una excentricidad de los medievalistas o los lingüistas históricos y de ahí, supongo, que cunda la idea de que la lingüística debería desprenderse de ella en una especie de moción de censura, no por corrupta ni por guerras intestinas, sino por anticuada e innecesaria.

Como disciplina, la lingüística cambia el foco: del texto a la lengua y del contexto histórico al social (si eso) y, sobre todo, le da importancia a lengua oral, lo que parece entrar en contradicción pura con la filología. Y la filología se fue convirtiendo en la hermana pequeña de la lingüística (si eso). Creo que en algún momento también lo vi así. Al fin y al cabo, ¿qué se me da a mí, interesada en la morfosintaxis dialectal del español, si debemos enmendar el verso 2864 del Cantar de Mio Cid, que parece no tener ni pies ni cabeza?:

Lorauan delos oios las dueñas Albarfanez

E Pero Vermuez otro tanto las ha

¿Será la lectura correcta conortado las ha [conortar es ‘confortar, consolar’], otro tanto lo faz [referido lo a llorar], otro tanto los ha [refiriéndose los a los ojos]? ¿Qué tiene que ver esto con el comportamiento de las construcciones reflexivas en las variedades peninsulares rurales, a las que dediqué mi tesis? ¿En qué se parece esta labor de reconstrucción textual a mis tareas de dialectóloga, inmersa en entrevistas a informantes del rural español? (Que Menéndez Pidal también puso las primeras piedras de la Dialectología Hispánica es otro cantar, que recitamos aquí.)

En realidad solo hace falta prestar un poquito de atención mientras una transcribe lengua oral para encontrarse en bretes bastante similares. Si escucho lasniñasescriben, ¿cómo lo transcribo, las niñas escriben o las niñas se escriben? Porque suenan exactamente igual. (Oh, vaya, ¿qué decías de construcciones reflexivas?) Para llegar a la mejor transcripción posible, que nunca será perfecta y que siempre tendrá lecciones (¿escuchas?, holi, Villarejo) discutibles, igual que le pasa a nuestro Cid, hay que conocer lo mejor posible la variedad de lengua empleada y el contexto de la entrevista, además de darle muchas vueltas.

Vale, bueno, al fin y al cabo, es normal que para fijar un texto oral hagan falta herramientas similares a las necesarias para fijar un texto escrito. Pero, en la época del big data, donde puedo acceder a miles de ejemplos en unos segundos, incluso descargarme tuits de forma automática para investigar el habla coloquial más moderna y actual, ¿qué sentido puede tener dedicarle horas a estos detallitos? Los detalles son ruido estadístico, ya se sabe. Lo cierto es que a veces pienso que leer e interpretar tuits puede que sea más difícil que examinar documentación medieval (luego recuerdo mis nulos conocimientos de paleografía y se me pasa). Pero interpretar breves textos descontextualizados, de todas las variedades hispánicas, escritos generalmente a gran velocidad, con el riesgo de erratas que eso conlleva y el desafío para el raciocinio humano que supone el autocorrector es la tarea más modernamente filológica que se me puede ocurrir (junto con cotejar exámenes online en tiempos de pandemia: rastrear procesos de copia es otra de las esencias de la filología).

Hace poco me encontré un montón de tuits con la oración nadie me Juan, absolutamente incomprensible a mis ojos peninsulares, pero que proliferaba en tuiteros argentinos y urugayos. El contexto me obligaba a entenderlo como “nadie se fija en mí, nadie me hace caso”, ¿pero qué disparate sintáctico es ese Juan? Pues ese Juan es lo que hace el autocorrector con la forma juna, del verbo junar, que significa ‘observar’ o ‘advertir’ y que se usa en los países del Río de la Plata.

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Vamos, que a la tipología de errores que cometen los copistas tendremos que añadir ahora la de los perpetrados por el autocorrector o incluso por el OCR, como se extienda una práctica editorial que he descubierto recientemente de escanear obras antiguas e imprimirlas sin una mínima revisión.

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«En vario» no es un capricho lingüístico de Santiago Ramón y Cajal para decir «en vano» , sino una metedura de pata cometida por un ordenador y solo atribuible a un editor más vago que la chaqueta de un guardia

Así, a 13 de marzo de 2021, me da que la filología no es separable del ejercicio mínimamente riguroso de la lingüística empírica, porque tiene que ver con entender que la lengua es mucho más compleja que mirar una amplia lista de ejemplos semidescontextualizados. Dice Inés Fernández-Ordóñez (mi directora de tesis) que

[l]os proyectos, las ideas y los métodos de Menéndez Pidal responden al tiempo y la circunstancia que le tocó vivir y, como no podría ser de otro modo, hoy ha cambiado nuestra forma de ver las cosas y somos críticos con muchos de sus planteamientos. Sin embargo, si su recuerdo ha perdurado en nuestra memoria no es tanto por los caminos abiertos y los hitos alcanzados (que también), sino sobre todo por los valores que transmite su ejemplo. Son esos valores los que mantienen una absoluta actualidad: el compromiso con la investigación rigurosa y bien hecha, basada en el planteamiento de problemas nuevos y complejos, con ambición de miras, alejada del afán rápido de notoriedad y de las prisas por publicar escribiendo de acarreo. La conciencia de que el buen investigador y el buen maestro, por muy singular que sea en sus virtudes personales, es el eslabón de una cadena y que lo verdaderamente importante es el trabajo en equipo y la continuidad de los proyectos. La generosidad con los demás. La honestidad intelectual y personal, probada con el ejemplo del comportamiento propio, siempre rehuyendo la crítica fácil y desmesurada del ajeno. La lealtad institucional y el compromiso con el bien público. Son precisamente esos valores los que explican que la figura de Ramón Menéndez Pidal haya transcendido a su presente.

Evidentemente, he ido añadiendo esos paréntesis con indicaciones de las tesis dirigidas henchida de orgullo por ser este el linaje académico del que desciendo. Mejor dicho, la cadena de la que solo soy un eslabón. Como verán, además de un orgullo, es un listón muy alto. Y lo mismo le pasa a nuestra actual lingüística hispánica, que es un eslabón más de la cadena de que forma parte la filología española: otro orgullo y otro un listón muy alto. ¿De verdad queremos sacar las tenazas y cargarnos la cadena? Ojo, que las mociones de censura las carga el diablo.

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Nota bibliográfica

La cita de Inés Fernández-Ordóñez sale de su introducción al volumen El legado de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968) a principios del siglo XXI, que acaba de editar (2020, Anejos de la Revista de Filología Española). De este mismo volumen saco la cita de Diego Catalán, de su «Ramón Menéndez Pidal. Un perfil biográfico».  Las lecturas del Cantar del Cid salen del artículo de Javier Rodríguez Molina «Dos lecciones controvertidas del Poema de Mio Cid: versos 568 y 2864» escrito en 2010. Los ejemplos de Mi infancia y juventud de Santiago Ramón y Cajal están en la edición de Prames, muy cuidada por fuera y tristemente desatendida por dentro.

Más de uno, sí, pero no muchos más

Dedicado al presidente del club de fans alsinero, Nano DM

¿Habéis escuchado la palabra idiolecto? Está formada a semejanza de dialecto y se refiere a la variedad lingüística específica de una única persona, una especie de “dialecto individual” (ídios significa ‘propio’ en griego antiguo). Aunque la lengua es una entidad social, compartida por una o varias comunidades, cada hablante tiene particularidades propias, ya sea en su forma de pronunciar, en el uso de algunas palabras, en la frecuencia de ciertas construcciones, etc. Observar las características idiolectales, sin embargo, no es fácil, porque exige una gran cantidad de material lingüístico de una única persona. Cuando se hace, se suele usar a escritores como objeto de estudio. Es más, las características idiolectales pueden servir para la atribución de autoría, es decir, para descubrir el autor de un texto sin nombre, algo que puede ser útil tanto si te dedicas a la literatura medieval como si estás tratando de encontrar a un terrorista que ha tenido la decencia de publicar un manifiesto tirando a mamotreto.

Pero, yo qué sé, imagínate que estás en medio de una pandemia, vives sola, trabajas desde casa y estás enganchada al programa de Alsina. En ese caso totalmente hipotético podría ocurrir que observaras algunas características propias de esas personas cuya voz suena en tu casa durante más de 15 horas a la semana. Podrías a lo mejor darte cuenta de que Carlos Alsina con frecuencia alarga las unidades acentuales, con distintos objetivos. (Te podrías dar cuenta incluso si no supieras lo que son las unidades acentuales, pero no lo podrías explicar tan pedantemente.) A ver, que lo explico mejor. 

En español algunas palabras tienen acento y otras no (no me refiero a la tilde gráfica, sino al acento fónico: la sílaba que suena más fuerte). La mayoría de las palabras (casa, árbol, frigofico, , cantar, alegre, etc.), tienen una sílaba tónica y, por tanto, acento propio. Otras, como los artículos (el, la, los, las) o muchas de las preposiciones (de, a, en…), no tienen sílaba tónica: son palabras átonas que tienen que “apoyarse” en otras palabras que sí tienen acento para poder aparecer en una oración. Una unidad acentual es la agrupación de sílabas que “se apoyan” en una única tónica. Por ejemplo, en una frase como El hijo de Fulanita es muy majo tenemos tres unidades acentuales en una pronunciación normal: El hijo, de Fulanita y es muy majo. 

Pues Alsina a veces hace átonas sílabas que son normalmente tónicas, creando una unidad acentual más larga de lo esperado. Ojo, no lo hace porque no sepa que son tónicas, sino que al hacerlo busca evocar un significado extra, que no existiría si hiciera tónicas todas las tónicas: puesto que normalmente una unidad acentual tiene una palabra léxica y sus satélites gramaticales, al alargar la unidad acentual lo interpretamos todo como una única palabra. Tiene lógica, porque es lo que pasa en los compuestos: como las palabras lanzallamas y correveidile se forman de otras que se han fusionado morfológicamente, tienen un único acento, aunque las palabras de las que se componen tengan cada una el suyo (lanzar, llamas, corre, ve, dile). Fácil y efectivo.

¿Cuándo hace esto Alsina? Pues lo hace con secuencias de palabras que van juntas habitualmente, ya sea porque son un nombre compuesto por varios elementos (como Neurona Consulting [ca. min. 5:50] o Arturo León [ca. min. 1:23]), porque son colocaciones de palabras que se repiten con frecuencia (normalidad democrática [ca. min. 5:12]) o porque generan un concepto sui géneris en algún sentido (delegados de sus jefes ausentes [ca. min. 1.54], PSC que lo doblegue [ca. min. 4.50], mitinero-humorista [ca. min. 7:17]). Le sirve para destacarlas; siempre, claro, con su poquito de sorna, marca de la casa. Cada vez que escucho una de estas unidades acentuales extralargas, me imagino las palabras escritas juntas, casi con su hashtagcito delante, que hay que decir que para esto de destacar combinaciones de palabras en la escritura nos ha venido fenomenal #laalmohadilladelasredessociales. 

Alsina, aquí visto urdiendo un plan acentual
Cuando estás urdiendo un plan contra lassilabastónicas

¿Se ha inventado esto Alsina? Pues no lo sé. No tengo manera de saberlo, la verdad. ¿Es Alsina la única persona del mundo que hace esto? Pues no, pero sí me atrevería a decir que lo hace con una frecuencia inusitada, lo que lo convierte en una particularidad propia. Digo que no es el único porque ya he pillado a varios de sus colaboradores usando la misma estratagema, como Rubén Amón aquí con esa plataforma de la que usted me habla (ca. min. 12.23). El que es influéncer es influéncer. 

Y hablando de Rubén Amón (¡qué suavidad, qué elegancia, qué destreza para pasar de un tema a otro!), en su idiolecto hay una maravilla sintáctica que me tiene tan intrigada como apasionada: sus comparativas correlativas o proporcionales. ¿Lo cuálo? Las comparativas correlativas son oraciones compuestas por dos oraciones simples que crean un paralelismo proporcional entre un incremento o una disminución de alguna cosa en cada una de ellas. No lo cuento, lo hago:

Cuanto más estudio a Rubén Amón, más me asombran sus correlativas.

Como puede verse, cada una de las oraciones tiene un comparativo (que en este caso es más) y en la primera de ellas el comparativo está precedido por cuanto. Esta es la forma más frecuente de hacer una comparativa correlativa en español, aunque hay otras formas. En vez de cuanto se puede usar mientras o entre, o contra, cuantimás y contrimás, que no son estándar, pero son preciosas:

Mientras más correlativas amonescas leo, más emocionada me encuentro.

Entre más emoción, menos concentración para otras cosas. (Las de entre son sobre todo frecuentes en México y Centroamérica.)

Es decir, en español, las dos oraciones que componen una comparativa correlativa tienen formas distintas: mientras una (que normalmente es la primera, pero no tiene por qué) tiene un elemento que precede al comparativo, la otra normalmente no lo tiene (podría aparecer un tanto por ahí, pero tampoco os quiero abrumar). Por lo tanto, desde el punto de vista sintáctico, en las comparaciones correlativas del español hay una oración subordinada (la de cuanto, mientras, entre, etc.) y una principal (la otra). Bueno, eso en el español de aproximadamente todo el mundo salvo el de Rubén Amón. Rubén Amón te hace unas comparativas correlativas en las que las dos oraciones son estructuralmente idénticas que te caes de espaldas:

Porque tanto se enfatiza la beligerancia ante Vox, tanto Vox recupera pulso político [ca. min. 41:15] 

Más pormenores conocemos del historial de Hasel, más se demuestra que la causa de Hasel es una causa de mierda [ca. min. 32:55] 

Pero más lax[o] es el espacio de la libertad de expresión, creo que más sana es una democracia en la que hablamos de la salubridad democrática [ca. min. 25:06] 

Y, mira, las unidades acentuales no son lo mío, que yo de prosodia sé tanto como de arreglar bicicletas (vamos, menos de lo que debería), pero me pones delante estas maravillas sintácticas y necesito averiguar de dónde salen. ¿Y por qué las llamo maravillas sintácticas? Bueno, porque no están descritas en ningún sitio. En las gramáticas no salen y algunos hasta afirman que no existen en español, aunque otros dicen que sí pueden aparecer, pero solo en contextos exclamativos. La estructura que siguen es la misma que siguen lenguas como el inglés o el francés (que dicen the more, the merrier ‘cuantos más [seamos], más felices’; plus on est des fous, plus on rit ‘cuantos más locos seamos, más nos reiremos’ para lo que nosotros resuminos en cuantos más, mejor) y los lingüistas de estas lenguas no tienen idea de cómo clasificarlas. ¿Son subordinadas, como indica su semántica? ¿Son paratácticas, como sugiere su sintaxis? Who knows, qui le sait

Por supuesto, lo primero que un lingüista se pregunta al ver estas correlativas es: “¿se habrá liado?”. Pues no, no se ha liado. No se ha liado, porque le he echado un vistacillo a los 290 artículos de Rubén Amón que había en El Confidencial hasta el 19 de febrero (aprox. 250 000 palabras en total) y de 33 comparativas correlativas que he encontrado, 32 son “amonescas”. Treinta y dos de treinta y tres. No parece accidental. Estas correlativas forman parte de su sistema lingüístico.

Amón
Más revoluciono el sistema gramatical del español, más cara de no haber roto un plato pongo

Así que la siguiente pregunta que te haces es: “pero no será él solo, a ver”. Que no es una pregunta, pero a lo mejor en mi idiolecto sí, tú qué sabes. Así que me he ido al CORPES XXI, que es una colección de textos en español de todo el mundo hispanohablante (escritos en el siglo XXI) y que tiene 333 millones de palabras (se dice pronto). Una no se puede poner a buscar todas las correlativas del mundo para un post, porque una tiene un trabajo y una (pandémica) vida, pero he buscado aquellas que llevan más en las dos oraciones, separados por un máximo de cinco palabras, y en las que lo que se comparan son verbos. Además, para tener otro punto de comparación lo más similar posible a Amón he mirado también los 253 artículos de Marta García Aller publicados en El Confidencial hasta el 19 de febrero (que son menos artículos, pero más largos, por lo que en total tengo más palabras suyas que de Amón: unas 340 000). Aquí tenéis los resultados (en el CORPES XXI no busqué a medida que, que implica una búsqueda muy liosa en este corpus):

correlativas_amonescas

Las amonescas aparecen en rosa en el gráfico. Marta García Aller no hace ni una sola. En el CORPES XXI hay 7 ejemplos. Te quiero decir, Rubén Amón no está solo, pero es bastante único. Si añado la restricción de que los comparativos sean más y estén separados por cinco palabras como máximo, tiene él solito tantos ejemplos como el CORPES XXI. Para más inri, los siete ejemplos de este corpus son americanos (4 en Argentina, 1 en Venezuela, 1 en Costa Rica y 1 en México). No sé si Rubén Amón será el único hablante de España que hace estas correlativas, pero ahí ahí debe andar.

Y a mí esto… me da la vida.

En Navidad, todo son «plataos»

O eso pensaba yo. Estaba yo tranquilamente poniendo la mesa el otro día mientras pensaba en el platao de lentejas que me iba a zampar cuando caí en la cuenta de que platao era una palabra bastante curiosa. Parece un participio (platado), pero no hay un verbo platar. Estas son las cosas con las que nos entretenemos los filólogos y/o lingüistas cuando ponemos la mesa, sí.

En realidad no es un participio, sino un caso del sufijo -ado/-ada que se adjunta a nombres (en este caso, a plato). La verdad es que es mucho más frecuente -ada en este contexto (cuchillada, guantada, bravuconada…), pero los dos pueden emplearse para crear nombres «de medida o contenido», como los define la RAE (en la Nueva Gramática, §5.9j): cucharada, canastada, camionada, puñado, brazado, baldado…  Así que no es una palabra tan rara, al fin y al cabo. Lo que me escamó fue que, según la RAE, platado (que se refiere al contenido de un plato) es propia de… Costa Rica (en el Diccionario de la Lengua Española), también de Panamá y Colombia (en el Diccionario de Americanismos) o, más ampliamente, de la «zona centroamericana y caribeña» (en la Nueva Gramática). Y, verán, yo soy de Madrid, con padres de Madrid y con abuelos nacidos o criados en Madrid. La influencia centroamericana en mi habla es entre cero y nula. Así que me entró la curiosidad: ¿será platado una palabra familiar? ¿O está la RAE a por uvas?

Los corpus académicos no traen mucha información: el CREA tiene un ejemplo de platado en Salamanca (España), que muy en Centroamérica no está (minipunto para mí), y el CORDE, dos de platao: uno de Tomás Barranquilla, que es colombiano (minipunto para la RAE) y otro de Pérez Galdós, en la novela Misericordia, ambientada en Madrid. Minipunto y punto para servidora.

Evidentemente, la fuente que podía satisfacer mi curiosidad no era la RAE. En Twitter, bastante más generoso para estas cuestiones, recibí tanto respuestas de gente que la usaba con naturalidad (platao, nunca platado) como de gente que jamás la había escuchado.

 

Y, claro, una, que es de natural curioso y disperso, tuvo que hacer un cuestionario. Uno muy facilito. Preguntaba: ¿Empleas la palabra «platao» o «platado» para referirte al contenido de un plato, en una frase como «¡Vaya platao de lentejas te has puesto!»? Si contestabas que sí, podías elegir entre cuál de las dos formas usabas (de 56 personas, solo una eligió platado). Además preguntaba el lugar de procedencia (o el lugar en el que habían oído la palabra, para poder hacer un mapita, que es lo que más me gusta del mundo). Y, juntando las respuestas en Twitter con las del cuestionario, este es el resultado (el mapa incluye la pronunciación asturiana platau, que muchos hablantes indicaron: siento haber olvidado incluirla expresamente):

platao_españa platao_america

Como puede observarse, la mayoría de las respuestas que conseguí son de hablantes españoles (no demasiado sorprendente, porque solo lo difundí en mi Twitter) y la mayoría de los hablantes que emplean o conocen la palabra son del occidente peninsular (curiosamente, en Canarias, que tiene mucha influencia occidental, todas las respuestas —aunque pocas— son negativas: es posible que Galdós la conociera en el continente). Esto se condice muy bien con dos pistas que me dieron amables tuiteros: aparece en el Léxico leonés actual con el valor de ‘plato de comida muy lleno’ (gracias, @frauwaz) y es general en Asturias: el sufijo –áu con este valor es  muy productivo en asturiano, como se indica en la Gramática de la Llingua Asturiana (p. 275) (gracias, @PabloSuarezGar):

Gram_Ast

Un origen asturiano (o asturleonés) encajaría muy bien con el hecho de que prácticamente nadie usa platado: el sufijo asturiano ni siquiera contiene esa -d- que en castellano peninsular perdemos con mucha frecuencia en la terminación -ado, pero que podemos recuperar en un contexto de habla cuidada. Varias de las personas que respondieron habían asociado la forma a platazo, aunque la -z- no se pierda en ese contexto, lo que parece indicar que la forma subyacente platado no subyace en realidad en la mente de los hablantes que la usan. De hecho, lo primero que me sorprendió en esa iluminadora puesta de mesa fue reconstruir la forma platado, que jamás había oído.

Sea su origen primigenio el asturiano o no, está claro que platao goza de plena vitalidad en España, donde parece un occidentalismo. El 2021 no tiene pinta de ir a ser tan bueno como nos gustaría, pero sería bonito que fuera el año en el que la RAE actualizara la ubicación (y quizá la definición, ya que parece referirse siempre al contenido abundante del plato) de platado o incluso su forma (¡platao, platao!), ¿no?

Nos haga caso la RAE o no, ¡que el 2021 os traiga al menos un buen montón de deliciosos plataos! Salud y paciencia, que el 2022 está al caer.

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Nota: algunas de las personas que respondieron al cuestionario dieron varias procedencias posibles: en general me he quedado con la propia (es decir, no la de los padres o abuelos), porque así podemos ver hasta dónde ha viajado la palabra, salvo que hubieran especificado que la conocen de otra zona.

 

No hay peros que valgan

Observe las siguientes oraciones:

«Asesinar está mal, pero no debemos ofender los sentimientos religiosos de los demás».

«Ofender los sentimientos religiosos de los demás está mal, pero no debemos asesinar».

Ambas oraciones son básicamente idénticas en su contenido proposicional: ambas censuran dos comportamientos (asesinar y ofender los sentimientos religiosos ajenos). Sin embargo, desde el punto de vista pragmático son muy distintas.

La teoría de la argumentación de Ascombre y Ducrot explica cómo nuestras palabras pueden condicionar la dinámica discursiva. La palabra pero es un ejemplo canónico de esto, ya que sirve para introducir lo que se conoce como un argumento «antiorientado», esto es, que va en dirección contraria a lo que se ha dicho anteriormente. Y, además, ese argumento antiorientado tiene mayor fuerza argumentantiva. Es decir, si digo «Hace un día precioso, pero estoy agotada» sería muy sorprendente que continuara con un «Voy a salir a correr» y más bien esperaríamos que siguiera un «Mejor me quedo en casa». Eso es porque, de los dos argumentos presentados (buen tiempo y agotamiento), que son opuestos desde el punto de vista argumentativo, vence el introducido por pero.

No hace falta ser lingüista para saber esto: los hablantes somos perfectamente conscientes de estas dinámicas discursivas. Y sabemos que cuando alguien dice «Asesinar está mal, pero no debemos ofender los sentimientos religiosos de los demás» está poniendo dos actos de gravedad inconmensurablemente distinta al mismo nivel y, además, le otorga más fuerza discursiva al último, que es indudablemente el de menos gravedad.

Qué perversidad. Qué perversidad que, tras una serie de asesinatos causados única y exclusivamente por el fundamentalismo religioso, el discurso se oriente hacia la libertad de expresión y sus límites. Esa perversidad que hoy abandera Justin Trudeau (y tristemente no está solo), que ha elegido convertirse en ejemplo de ese racismo buenista y condescendiente que cree que las degollaciones son matizables si se producen en nombre de una cultura que evidentemente se ve como más primitiva, pues se cree que solo es capaz de defenderse de la ofensa con actos de brutalidad.

Pero de juzgar la perversidad de un discurso y sus causas ya no se ocupa la pragmática, que suficiente tiene con descubrirnos las reglas que subyacen a nuestras intenciones al hablar. Otra teoría pragmática, la de la relevancia, también nos dice que todas nuestras palabras tienen una intención, pues nuestro interlocutor las interpreta siempre como relevantes. Es decir, no hace falta decir nada más que lo necesario. Cuesta pensar que fuera necesario decir algo más que «Quitarle la vida a alguien es inaceptable, no hay peros que valgan».

Tuits plantilla: las tradiciones discursivas tuiteras

Al abrirme una cuenta en Twitter, me empezó a interesar la creación de expresiones propias y su difusión en la comunidad tuitera. En 2013 escribí en este blog sobre un novedoso uso de ojalá (que acabó saliendo de Twitter, por cierto) y, a partir de ahí empecé a interesarme en el estudio de la lengua de y en Twitter.

Hay dos cosas que hacen especialmente interesante a Twitter. Por un lado, es una comunidad de habla (o de escritura) muy grande y abierta: es similar a un foro, pero, generalmente, más grande y menos específica. Por otro, es una red social de vocación fundamentalmente conversacional y es en la conversación, en el coloquio, donde los hablantes solemos ser más creativos. Sin embargo, esto es solo cierto de las conversaciones informales: en Twitter entran en contacto a distancia y a través de la escritura personas que jamás se han visto, lo que no parece el paradigma de contexto informal. Sin embargo, las características lingüísticas de gran parte de lo que se escribe en Twitter son propias del habla coloquial: ¿por qué? Mi hipótesis es que, puesto que los usuarios pronto crean sus propios grupos de conocidos y amistades, incluso cuando entras en contacto con alguien desconocido no es raro que sea “amigo de amigo”. Tengo otra hipótesis además: precisamente el uso de estrategias propias del habla coloquial ayuda a entrar en contacto con personas desconocidas, como instrumento para demostrar buena intención y cortesía (sí, en Twitter hay mucho odio, pero desde luego no es lo único) al entablar una nueva conversación.

Así, Twitter se ha convertido en un sitio en el que se crean innovaciones lingüísticas continuamente. Como ocurre, por cierto, en tu grupo de amigos, que un día os hace gracia algo que dice alguien y lo repetís durante meses. Es lo mismo, pero a otra escala. Porque me interesa entender mejor cómo funciona la fraseología tuitera y cómo se extiende en la comunidad, hace unos días pedí que me dijeran algunas de estas expresiones y la respuesta fue bastante apabullante: 326 expresiones distintas (aunque no todas son exclusivamente tuiteras y no todas son frases hechas).

Me comprometí a listarlas todas, y aquí se pueden encontrar, en orden alfabético (pero sin clasificar de ninguna manera, ¡sigo pensando en cómo hacerlo!). No las puedo comentar todas, por razones más que evidentes, pero sí puedo comentar algunos tipos de expresiones, a modo de aperitivo. Las construcciones repetidas pueden tener niveles de abstracción muy distintos. Encontramos desde frases que se reproducen palabra por palabra hasta patrones totalmente abiertos, pasando por estructuras que tienen un fragmento que se repite de forma literal pero que tienen un «hueco» abierto que cada uno rellena con material propio. Las que son totalmente fijas muy frecuentemente se emplean como respuestas, como el ¿Puedo hacerte una crítica constructiva? Como puede verse, esta frase no tiene nada de particular, sino que es en virtud de su uso repetido como adquiere nuevos significados, que sirven para mostrar desacuerdo o incluso para señalar argumentos que al usuario le parecen especialmente desatinados. En la repetición y la comprensión de la comunidad de estos significados implícitos adquiere también un efecto cómico.

Es totalmente abierta la construcción ¿Afirmación? Afirmación, en la que se pone entre interrogaciones una frase idéntica a la que se usa para responder a la pregunta propia. Se entiende mejor con un ejemplo: ¿Estoy escribiendo otro post sobre Twitter? Estoy escribiendo otro post sobre Twitter.

Un ejemplo de construcción semifija podría ser la construcción Ese/esa [] del/de la que usted me habla, cuyo origen está en la reticencia de ese político en el que usted está pensando a llamar las cosas por su nombre cuando esas cosas de las que usted me habla no me dejan en buen lugar. Los orígenes de estas expresiones pueden ser muy variopintos: leyendas urbanas como el En ese/esa [] me maté yo de la que ya hablamos en 2013; historias que se hacen virales en Twitter, como el genial Me pide me perdona que hizo famoso @MenendezFaya al contar lo que tiene que aguantar su jefe chino en su tienda; vídeos de Youtube, como la frase portuguesa más usada en Twitter después de los lloros de Ronaldo: Ah! Filho da puta agora sim entendo, etc.

Por otra parte, ojalá seguido de una oración sin verbo conjugado no es la única innovación sintáctica que nos regala Twitter: otra frecuente es el uso de indefinidos negativos pospuestos (generalmente dos) al verbo sin que aparezca el adverbio no, tipo [] dijo nadie nunca. En español general estos indefinidos no requieren no cuando aparecen delante del verbo (Nadie dijo eso nunca; nunca dijo eso nadie), pero sí cuando aparecen después (Eso no lo dijo nunca nadie).

En Twitter también es frecuente la imitación del habla infantil, con palatalizaciones como Chorprecha ‘sorpresa’ o chí ‘sí’. Otro ejemplo paradigmático es responder a un tuit con el mismo texto del tuit original pero con todas las vocales remplazadas por la i, imitando el tono agudo de una burla. Las faltas de ortografía se usan de forma intencional con muy diversos motivos: para dar énfasis, para remedar un tipo concreto de usuario (recordemos el famoso ola k ase), etc. Aquí la escritura intenta de alguna manera evocar elementos comunicativos que son generalmente propios de la conversación cara a cara, igual que hacen los emoticonos, el uso creativo de los signos de puntuación o lo que podemos considerar acotaciones como y se va haciendo la croqueta. Estos elementos no son exclusivos de Twitter, sino que son generales de la escritura mediada por una pantalla, como lo son otros elementos sobre los que llamaron la atención en las respuestas a mi tuit: el uso de cifras para representar letras (Lo 100to), las abreviaturas o las siglas (como LVV ‘lo vamos viendo’) o incluso el uso de anglicismos (la comunidad en la red es global) como el and I think that’s beautiful.

Todos los ejemplos puestos hasta ahora utilizan únicamente texto (o emojis), pero seguro que todos habéis pensado también en los memes, término que generalmente utilizamos para referirnos a elementos similares pero multimodales: es decir, además del texto hay imágenes o vídeos (por ejemplo, durante la primera ola de la pandemia el meme del ataúd fue bastante recurrido). Este sentido de la palabra meme es en realidad una especialización, pues el término lo acuñó Richard Dawkins para referirse a cualquier elemento cultural que se transmite o replica, creando un paralelismo con gen (en inglés sí riman). Pero las comparaciones entre objetos culturales y objetos naturales son frecuentemente problemáticas, pues hay diferencias fundamentales entre estos, como que los primeros están creados por seres que actúan con intención. En lingüística, el concepto de tradiciones discursivas, creado por Peter Koch en el seno de la romanística alemana, creo que captura mejor el hecho de que la repetición en sí misma tiene un valor fundamental en estos elementos. Gracias a la Associação Brasileira de Linguística, que desde hace dos meses está subiendo un ciclo de conferencias bestial —en todos los sentidos de la palabra— a Youtube, podéis profundizar en este concepto en la conferencia (en inglés) de Johannes Kabatek.

¡Esto ha sido todo, amigos!

El parche

Diez semanas después se acaba el primer semestre con coronavirus: uno que empezó (aquí, en Suiza) con la normalidad de siempre, con los pasillos, las bibliotecas y los comedores llenos de bullicio, en el que se inmiscuían algunas bromas sobre ese virus que estaba lejos, que llegaba con cuentagotas sin que tuviéramos ni idea de lo que significaba que llegara de verdad. Las bromas poco a poco iban acompañándose de perplejidad y preocupación: se cancelaban los carnavales y los partidos de fútbol, había cuarentenas para los que llegaban de Italia (¡Italia, que está a un par de horas en tren!), ¡se ha confirmado un caso en Google!, ¿te has lavado bien las manos? Dos semanas después rara era la clase en la que no nos despedíamos con un “Hasta la semana que viene… si el coronavirus nos deja”. Hasta que un día no nos dejó, ya sin sorpresa, porque la noticia se palpaba en el ambiente desde hacía días, pero sí con incertidumbre: ¿volveremos este semestre? Je, no. ¿Cómo se da una clase online? Ni idea, pero tienes un fin de semana para averiguarlo. ¿Y, más importante, estáis todos bien?

Pero estamos en 2020, en un país rico, y la logística educativa durante la pandemia tiene solución: internet y un dispositivo con el que acceder a él. Tenemos vídeos, tenemos videoconferencias, tenemos chats, tenemos foros, tenemos emails, compartimos pantallas y levantamos la mano con un botón. Cambiamos el fondo para asistir a clase desde cualquier sitio inverosímil y también tenemos un botón para aplaudir. Y, a pesar de eso, nos han faltado tantas cosas.

Nos han faltado las preguntas al profesor antes y después de clase, esas que no te atreves a hacer delante de todos y que no te parecen tan importantes como para escribir un email. Nos ha faltado el poder preguntarle al de al lado, porque no has entendido eso que acaban de decir. Nos han faltado las charlas en los pasillos. Estudiar juntos en la biblioteca. Tomar un café en compañía y descubrir que tal o cual asignatura podría ser interesante el semestre que viene (o mejor evitarla). Cruzarte a los profesores y comentar esa idea que te rondaba la cabeza para un trabajo sin tener que pedir una tutoría, porque al fin y al cabo todavía no lo tienes muy claro. Cruzarte a los profesores y que te pregunten cómo vas: contarles, que te den una idea, te recomienden una lectura, recomendársela tú.

Hemos superado el semestre y podemos estar orgullosos de haberlo hecho. Yo lo estoy, y mucho, de mis alumnos, que de repente se encontraron haciendo sus presentaciones ante una pantalla, viendo a sus compañeros en pequeñito. U observando presentaciones, también a través de una pantalla, con la concentración huidiza, porque no es lo mismo estar a un par de metros del que habla y poder mirarle a los ojos que estar delante de una imagen suya, por mucho que esta se mueva y hable. A tu cerebro le faltan muchos estímulos a los que estaba acostumbrado y lo que quiere es dibujar garabatos en el papel en el que tendrías que estar tomando notas, como en esas conversaciones larguísimas por teléfono, solo que ahí nadie te veía. Tampoco es lo mismo intervenir en una clase física que en una virtual: no es fácil saber si quiere hablar alguien más y si os vais a solapar o comprobar rápidamente con el de al lado que lo que quieres saber también le interesa, que te deja más tranquilo, porque te sigue dando vergüenza preguntar, aunque la pesada de tu profesora insista en que no debería. Aun así, han presentado, han preguntado, han comentado, han discutido. Más cansados, más preocupados, más hartos, pero eso va por dentro.

Hemos superado este semestre, pero viene otro y lo realista es pensar que será más como este que como el de hace un año. O incluso más difícil. Tenemos más tiempo para prepararnos y ya sabemos usar Teams, Zoom, Adobe Connect, Jitsi y lo que nos echen. Pero habrá alumnos nuevos, a los que nunca hemos visto y que nunca nos han visto, alumnos nuevos que en su primer semestre no podrán sentarse azarosamente al lado de alguien y entablar una amistad que les dure toda la carrera, toda la vida o, al menos, todo el semestre. Amistades a las que hacer esas preguntas que no te atreves a hacer en clase por si son tontas, porque acabas de llegar, porque la universidad da un poco de miedo y porque todavía no sabes de qué pie cojean los profesores, que ahora además son meras figuras en tu pantalla:

Estamos en 2020, en un país rico, y hasta hace poco tonteábamos con la fantasía de la docencia virtual, ¡es el futuro! ¡Si ya lo aprenden todo en Youtube! Y llegó el coronavirus y nos puso patas arriba todo lo que sabíamos y nos hizo vivir esa fantasía porque no quedaba otra, aunque quizá también nos abrió los ojos. Para postularte a un trabajo de profesor en la universidad es frecuente tener que escribir unas líneas sobre tu concepción de la enseñanza. Curiosamente, pocos son los profesores universitarios que tienen alguna formación pedagógica: la mayoría aprendemos y reflexionamos sobre la marcha. Y ahora que la marcha se ha ralentizado podemos pensar más despacio. ¿Qué es enseñar? ¿Qué es aprender? Dos cosas que se hacen mejor en compañía, me parece.

Con frecuencia la universidad es ese sitio en el que recuperas la curiosidad que una enseñanza muy reglada te había apagado. También es ese sitio en el que aprendes a confiar más en tus intuiciones y a defender tus posturas, porque quizá los profesores sepan más que tú, pero ellos tampoco están siempre de acuerdo entre sí y, además, ahora tú también eres un adulto. Y es ese sitio en el que todas las semanas aprendes de tus alumnos, que tienen preguntas que no sabes responder y te descubren perspectivas desde las que mirar que a ti se habían escapado. La universidad es todos esos sitios, sí, al menos cuando existe una confianza entre profesores y alumnos y entre alumnos y alumnos que es muy difícil construir virtualmente.

Creo que la enseñanza virtual es un parche. Un parche que somos afortunados de tener, porque permite el acceso a la educación en circunstancias extraordinarias, tanto a personas cuya ubicación o situación económica les impide accederla de otra manera, como en situaciones de crisis, como la que vivimos ahora. Pero un parche al fin y al cabo. Y los parches sirven, pero no para siempre.